
Siempre quise escribir desde mi experiencia llevando cafés y postres hasta la mesa de señoros y señoras que aman ser atendidos. Siempre quise escribir del deleite que me causa imaginar las vidas ajenas de los comensales, pensar qué hacen, en qué trabajan, crear sus mundos. Siempre quise quejarme de lo mal que la he pasado, la mugre que he tenido que limpiar, lo mal que me han tratado, los vasos que he quebrado, las venas várice que empezaron a salirme hace unos años, la tendinitis que me ocasionó llevar bandejas cargadas en una sola mano y, sobre todo, de la gente. Me gustaría crear una especie de manual o empujoncito para que sean un mejor comensal, uno más justo.
Empecé como mesera en un café de Armenia, la ciudad de la zona cafetera colombiana en donde vivo, en el 2015. Tenía 20 años y llevaba cuatro trabajando como vendedora en almacenes del centro. Para ese entonces me llamó la idea de tener, además de mi propio dinero, un horario que pudiera acomodar con la U porque, con la plata que me daban mis papás, debía escoger entre comer lonchera o pagar fotocopias en la universidad (y eso que pertenezco a ese 39% de la población de jóvenes colombianos que terminan el bachillerato y pueden acceder a una educación superior, es decir: soy privilegiada).
Además del dinero extra, me sedujo poder cumplir con los requisitos (no explícitos) del café/restaurante en el que empecé a trabajar: casi todas las mujeres que ahí trabajaban eran jóvenes, tenían un estilo alternativo, “a la moda”. Tenían tatuajes y eran particularmente atractivas (teniendo en cuenta el canon de belleza hegemónico, claro). Me sentí aprobada cuando me aceptaron allá. Y hoy, seis años después, ya soy profesional y tengo dos trabajos y sigo yendo por días al café porque en él encontré jefes parchados, a algunas de mis mejores amigas, un buen pago (comparado con otros cafés y bares de la zona) y un horario que puedo acomodar a mi antojo.
De acuerdo con Computrabajo, los ingresos mensuales promedio de un mesero en Colombia son $885.000 pesos (227,97 dólares), menos de un salario mínimo. Un punto importante a tener en cuenta es que una gran parte de las personas que se desempeñan como meseros tienen turnos por horas al día, o se rotan semanalmente, así que no es un empleo completamente fijo y los ingresos varían dependiendo de las horas trabajadas. La hora trabajada por un mesero en Colombia cuesta alrededor de $5.300 pesos (1,37 dólares), aunque en muchos restaurantes es mucho peor paga y en otros aprovechan la vulnerabilidad de los migrantes venezolanos que llegan al país y les pagan aún menos.
El ingreso de les meseros se debe medir, más que por mensualidad, por horas trabajadas. Porque la informalidad, y la falta de contratos laborales, no permite hacer un cálculo tan acertado respecto a lo que se gana. Muchos de les meseres de los lugares que visitamos no están contratados directamente por las empresas, sino que van a trabajar por turnos y se les paga el diario. Y es ahí cuando algo enorme debe ser considerado, algo que es esencial y significativo para el ajuste de los sueldos de les meseros: las propinas.
La propina es un dinero extra que suele ser equivalente al 10% del total consumido que el comensal deja a las personas que le brindaron el servicio. Al contrario de Francia, Finlandia, Alemania, el Reino Unido y muchos otros países, en Colombia la propina no es obligatoria, pero es legal sugerirla en las facturas de venta de acuerdo con la Ley 1935 de 2018 y el cliente puede rechazarla, aceptarla o modificarla y es por esto que casi siempre que nos cobran la cuenta cuando comemos nos preguntan ¿Desea incluir la propina (o el servicio)? En algunos restaurantes, cafés o bares, prefieren no sugerirla y dejar al criterio del cliente ese valor de pago adicional. Algo así como “probar la buena fe” y, en algunos lugares, descuentan un porcentaje de las propinas y lo suman como entradas al restaurante.
En Colombia, y gran parte de Latinoamérica, recibir propinas “ajusta” el salario de les meseres. Ayuda a pagar las cuentas, el transporte y la comida que, debido a la poca regulación laboral y el decremento del empleo formal, casi nunca están incluidos en los salarios. A veces, los $2.000 pesos extra que dejamos en una cuenta completan el valor del taxi nocturno que debe pagar la mesera que nos atendió, y un día de pocas propinas puede suponer la ausencia de un almuerzo o desayuno para alguien.
El ideal, al menos para mí que he vivido la situación y que me mantuve durante años solo con el ingreso de meserear, sería un contrato fijo, con un sueldo fijo, en el que las propinas representen un dinero extra y en el que no se sienta que una está mendigando por el trabajo prestado. O, al menos, una cultura de propinas que no se vea como un concurso de méritos o de gracias, sino algo que haga parte de nuestra sociedad.
Todo el asunto de recibir propinas, es decir, dejar a criterio del cliente la suma de dinero que quiere pagar por mi servicio, siendo feminista, me resulta muy complicado de aceptar y me resulta aún más problemático el engranaje melancólico y la puesta en escena que hay que tener para resultar agradable a la clientela y recibir más propinas: atender cortésmente, verme agradable a la vista, sonreír (pero no demasiado), estar en actitud dócil y servil, ser ágil pero nunca rápida porque ¿a quién le gusta ser atendido por alguien con afán?, estar bien peinada, limpia, ser graciosa, leer mentes, tener fuerza, llevar una bandeja solo con una mano. Todo un entramado tragicómico para hacerle creer a los clientes que amamos servirles, que estamos enteras para ellos y que merecemos un par de pesos más.
Una vez leí en un texto de la periodista colombiana Marcela Joya (quien en algún momento de su vida fue bartender en Nueva York) que las propinas son “aceptar ese mecanismo utilitario que subyuga moralmente al cliente, esclaviza a un empleado y condona la responsabilidad económica del empleador. Es renunciar a la libertad de negarse a ciertas cosas, como a no agradecer o no sonreír, por decir lo menos” y me sentí muy identificada con sus palabras.
Y es que la gente disfruta perversamente de sentirse servido, atendido, de sentarse a disfrutar una comida sin tener que hacer el menor esfuerzo. La gente ama sentir poder, incluso al pedir una taza de café, y ama tener una especie de servidumbre que al aplaudir, silbar, chistar o gritar, esté ahí en cuestión de segundos: dócil, presta para su piropo, su chiste malo o su reclamo odioso. Y el hambre y la sed revelan cuán odiosos podemos ser y, combinadas con el ansia de poder y control, forman un cóctel que a veces es difícil de sobrellevar para quienes prestamos el servicio, especialmente para las mujeres.
Y es por eso que, cuando estoy en servicio, le temo al hambriento y al impaciente. Le temo al turista y al vacacionador que traduce descansar con ser servido. Le temo al piropo no pedido, le temo al brazo que me agarra.
Y, como en casi todos los empleos, la experiencia entre una mujer mesera y un hombre mesero está a años luz de distancia. De la mujer se esperan comportamientos particulares que tienen que ver con ser más gráciles y sumisas, actitudes que no se esperan de los hombres. Eso se revela incluso en la distancia (o falta de distancia) que manejan los clientes con nosotras. Nuestro espacio personal, como mujeres prestando un servicio, siempre se va a ver disminuído. Las mujeres tenemos menos espacio físico propio para habitar el mundo y para trabajar en él.
Porque no es normal tocar a las personas, hablarles al oído, preguntarles cosas de su vida privada fuera del trabajo mientras están trabajando. A mí me han puesto propinas dentro del bolsillo que queda justo en mi pelvis en el delantal. Me han tocado, agarrado, me han pedido que me acerque más. Había un cliente que insistía que yo era su novia y siempre hacía esa violenta broma hasta que un día le dije que no, que no lo era, y su chiste me molestaba. No volvió al café. Incluso una vez un señor al saludarme me dijo “buenas tardes, señorita. Porque usted es señorita, ¿verdad?”. ¡En pleno siglo XXI un viejo me preguntó en mi trabajo si conservaba mi virtud¡ Tal vez, si le hubiera contestado que sí, la propina hubiera sido alta, nunca lo sabré.
En mi camino feminista de deconstrucción he puesto más límites en todo lo que respecta a mi vida: no tolero piropos, no me río de chistes machistas, no permito que se acerquen demasiado sin mi consentimiento, pero en muchas ocasiones, como en las laborales, mi hastío por la injusticia no se traduce en límites sino en rabia reprimida y más actuación. Porque a veces poner límites en el trabajo resulta en que el trabajo se acaba y el dinero también. A veces es mejor la sonrisa incómoda a no recibir una propina que además afectaría al resto del equipo cuando estas se repartan entre todos. A veces poner límites es un riesgo y en este país no hay margen para riesgos.
Mi invitación, que se traduce en mi manera de actuar como comensal, es básica: soy paciente, saludo y agradezco. No espero servilismo y SIEMPRE dejo propina. Entiendo que un “buen servicio” tiene que ver con el tiempo y el esfuerzo divididos, el estado de ánimo de quien me esté atendiendo, cómo le ha ido en el día y cuántos pedidos tiene en la cabeza y no con qué tanto me mima, me sonríe o me sirve.
Me gusta ser la cliente que me gustaría atender. E invito al mundo a hacerlo, a ser más justos en sus expectativas con el servicio, porque militar en el feminismo y la búsqueda de la justicia empieza por llenar esas pequeñas grietas que suponen nuestras acciones diarias: cómo tratamos al otre, qué tan pacientes somos, qué representan nuestros actos en la vida de les demás. Porque el feminismo (y el camino hacia lo justo) es precisamente hacerse cada vez preguntas, más precisas, acerca de cómo nos comportamos en el mundo y mejorar lo que no está del todo bien.
Es bellísimo
Cuanta transparencia y honestidad
Mil gracias hija, ojalá todos los que vamos a “tomar un cafecito”
Recordáramos esto y fuéramos más justos y respetuosos , con las personas que nos brindan este servicio.
Perdón por las veces que me hay portado algo fría con estas personas💕
Me parece, precisando que también fuí mesero, que su percepción de ser mesera está matizada por su deseo de que todos los clientes sean homogéneos, entiendan su posición y visión de la vida, estén siempre de buen humor y en general, desconoce la diversidad inmensa del ser humano, del machismo e irrespeto ancestral que de la mujer ha hecho esta sociedad y de que la propina SI se gana, por qué es mi derecho como cliente el de dar o negar éste estipendio como reconocimiento de la buena o mala labor de quién me atendió, y además creo, el tener trabajo de mesero es un privilegio en este país de desempleo y subempleo, al cual, se debe dignificar y estar a la altura.