febrero 22, 2024

Más que ‘daño colateral’: Los niños y niñas son víctimas directas de la violencia en Ecuador

Los niños y niñas de menos de cinco años son la segunda población de menores de edad que más ha muerto en Ecuador de manera violenta durante 2023. En Guayaquil, estas muertes sucedieron, en su mayoría, en la vía pública. Mirar con atención estas cifras nos hace pensar en la forma en la que el Estado y los medios muestran estos datos, pero también las condiciones en las que viven, cercados por las balas y sin espacios para jugar.

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Portada: Isabella Londoño

Seis días antes de la Navidad de 2023, a las 9:20 de la noche, dos hombres asesinaron a cuatro menores de edad mientras veían la televisión en su casa, acostados en la cama con sus padres, en el Guasmo Sur de Guayaquil.

Jordana tenía siete años, Bryanna, cinco; Adiel tres y Aitana solo cinco meses. La madre de los niños estaba embarazada e intentó cubrirlos con su cuerpo, pero no fue suficiente. Los niños murieron de inmediato y ella, casi ocho horas más tarde. 


El crimen ocurrió, al menos, a dos kilómetros de la Cooperativa Pablo Neruda, donde viven Nancy, Máxima y Anahí, pero a pesar de la distancia, Nancy asegura haber escuchado las balas.

Máxima dice que fue la primera en enterarse porque tiene una amiga que trabaja en el sistema de emergencia ECU-911, quien le alerta siempre que ocurre algún crimen cerca de casa. Su amiga le envió un mensaje en el que decía: “No lo podrás creer, mataron a cuatro niños, la mamá aún no ha muerto, pero está embarazada”. 

Esther Games también vive lejos —mucho más lejos— en Socio Vivienda, en el noroeste, del otro lado de la ciudad, pero sintió como si las balas estuvieran muy cerca. Cuando vio la noticia agarró a Jaiden, su hijo de dos años, como si no lo quisiera soltar nunca, y pensó que si lo atacaran de esa forma ella se moriría. 

El miedo se escucha de cerca. Ecuador es hoy el país más violento de América Latina y el undécimo del mundo, junto a Siria, Irak y Afganistán. Una de las razones por las que se ubica en este ranking es el incremento de muertes violentas como resultado de la expansión del crimen organizado.

Durante 2023, se registraron más de 40 homicidios por cada 100.000 habitantes. 

Temer la muerte de un niño —de un hijo para madres como Esther— no es una exageración, mucho menos cuando se es testigo del cruce de balas. Durante el mismo 2023 murieron 788 niños, niñas y adolescentes de entre 0 y 18 años por homicidios y asesinatos, según datos del Ministerio del Interior. 

Esta cifra representa un aumento del 640% en comparación a los 104 homicidios de menores de edad que se registraron en 2019. El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) emitió una alerta sobre el incremento de muertes violentas a niños, niñas y adolescentes en Ecuador, en el que resaltó la necesidad de que estén protegidos de la violencia armada en todo momento y recuperen el acceso a servicios sociales básicos como salud, protección y educación.

Una de las causas del incremento de muertes violentas en este sector de la población, menciona Unicef, es el reclutamiento forzado de niños y adolescentes por bandas de delincuencia organizada. Eso tendría relación con el hecho de que la mayoría de estas muertes (59%), corresponden a adolescentes entre 13 y 18 años. 

Sin embargo, hay otra población profundamente afectada, los niños en su primera infancia: el 37% de muertes violentas en Ecuador ocurre entre niños de 0 a 5 años. Niños y niñas que aún no están en una etapa escolar y cuyo cuidado está, en gran medida, a cargo de su familia; que en muchos casos son madres, que lidian con el cuidado solas, pues en Ecuador 3 de cada 10 mujeres son madres solteras, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). 

295 niños y niñas de 0 a cinco años murieron en Ecuador de forma violenta: 273 asesinados, nueve por homicidio y tres por femicidio. En Guayaquil se registraron 149 de estas muertes: cinco de cada 10 de estos casos ocurrieron aquí y seis de cada 10 asesinatos y homicidios de niños y niñas de menos de cinco años ocurrieron en la vía pública. 

Estas cifras contrastan con las de Segura EP, empresa de Seguridad del Municipio de Guayaquil, que hasta un poco antes de finalizar el año registraba muertes de 72 niños menores de cinco años, aún cuando en el mismo corte el Ministerio del Interior registraba 276 muertes. 

Según Marco Muñiz, encargado de gestionar los datos de Segura EP, esta diferencia se presenta por la imposibilidad del Ministerio del Interior a la hora de registrar las edades de ciertos cuerpos que no han sido reconocidos. En lugar de determinar la nomenclatura “no se identifica”, la entidad, los registró como ‘0’.

Para obtener una cifra más precisa, Segura EP ha trabajado con datos de la Policía Nacional y, entre otras cosas, ha excluido las muertes en cárceles, que según Muñiz, no es correcto incluir para el análisis de territorio. 

“Finalmente el número de muertes violentas sí coinciden, pero es al desagregar que vemos el problema. Nosotros como analistas de la información estamos buscando transparentar las cifras”, agrega Muñiz. 

Las cifras varían y muy pocas veces se hace eco de las muertes de niños y niñas en la ciudad, lo cual invisibiliza aún más la violencia que reciben. Pero sus muertes son reales. En septiembre de 2023, un ataque armado contra una familia que jugaba naipes en el Guasmo Sur, mató a un niño y tres adultos. En el noroeste de Guayaquil, un sicario  disparó a la casa de un adulto mayor y en el camino disparó a las casas vecinas, donde había niños; dos de ellos, uno de seis y otro de diez, murieron. Jhon tiene siete años y su hermana Fernanda, de 10, fue asesinada en el Paraíso de la Flor, en el noroeste de Guayaquil.

Los datos son esenciales para dimensionar esta problemática, asegura Sybel Martínez, abogada y directora de la Fundación Grupo Rescate Escolar. Desde su trabajo en prevención de derechos para la infancia, Martínez insiste en que “lo que no se mide no se mejora y muchas veces es muy cómodo no tener que medirlo para no tener que mejorarlo.” Lo dice, pensando en que hay una ausencia de levantamiento de datos desde el Estado sobre las infancias. 

“Es importantísimo tener datos actualizados de la realidad o de las vulneraciones que viven los niños, niñas y adolescentes, y una vez que los tengamos poder trabajar desde la integralidad en varios programas y proyectos”, insiste Martínez. 

Cuando se habla de muertes de infancias en Ecuador se incluyen todas las personas que no han cumplido la mayoría de edad, como en los datos de Unicef. 

Las pocas veces que se ha recogido esto en los medios de comunicación, la idea que se repite es que estas son “muertes colaterales” por la situación que vive el país ante el crimen organizado y por lo cual 22 bandas, identificadas actualmente como objetivos militares, se encontrarían en una lucha de territorio que se ejecuta principalmente en barrios. Allí, donde se cruzan las balas, los niños mueren de forma violenta. 

En su informe, Segura EP aclara que “los menores a 12 años se consideran como víctimas colaterales y no víctimas potenciales”. 

Sin embargo, estas muertes son más que un daño colateral. 

Marilyn Urresto, socióloga e investigadora, considera que llamar “daño colateral” a esas muertes es responsabilizar únicamente a las bandas y eximir de su responsabilidad al Estado.

Sybel Martínez tiene una opinión similar. “Los niños son víctimas directas de esta situación, el nombrarlo indirecto o colateral resta responsabilidad a quien la tiene”. 

Esta es la primera vez que un trabajo periodístico segmenta las cifras de los niños y niñas menores de cinco años que están siendo asesinados en Guayaquil, para entender y dimensionar la problemática, y cuestionar la etiqueta de “daño colateral” que se le da a sus muertes. 

La respuesta de los barrios 

“¡Aquí han muerto muchos!”, dice Nancy Ramírez, quien lidera desde 1994 la Asociación 24 de mayo, en la Cooperativa Pablo Neruda, en el Guasmo Sur de Guayaquil. Según el portal estadístico de Segura EP, el sur, donde vive Nancy, es la segunda zona, después de Pascuales, que registró más muertes violentas en la ciudad durante 2023. 

Nancy tiene el cabello teñido de un chocolate oscuro, pero solo en las puntas. En las raíces ha dejado que sus canas crezcan con autoridad. Usa camiseta, falda y zapatillas. Esta es su ropa de trabajo y acción. Ha negociado para su barrio agua potable, alcantarillado, fumigación, y algo que considera esencial para la convivencia: parques y escuelas. 

Unicef señala como un riesgo “la interrupción de servicios básicos en áreas controladas por grupos armados”, pues “no sólo pone a más niños en riesgo de ser reclutados, sino que también corta el acceso a la salud, educación y protección para otros cientos de miles”.

En los 80, cuando Nancy llegó a vivir a la Julia Potes Jimenez, uno de los primeros asentamientos del Guasmo, se tomó un solar vacío del sector, pidió algunos cartones para delimitarlo y luego fue al Ministerio de Educación, que en aquella época tenía una oficina en el Barrio del Astillero, a 20 minutos de su casa. Pidió una escuela para que estudiaran los niños y logró que el Ministerio la inaugurara. Luego, pidió un parque, uno de los 82 que hoy tiene el Guasmo, pero al poco tiempo se mudó a la Pablo Neruda.

Con organización, la situación del barrio ha mejorado: las calles que dividen las casas, casi todas de un solo piso y techos bajos están asfaltadas, algunas cuadras se han cercado para protegerse de extraños que llegan a robar; pero ahora, con la expansión del crimen organizado, Nancy ya no solo tiene que mediar con entes gubernamentales para que la atiendan. Ahora debe hacerlo también con integrantes de las bandas. 

“Nuestra organización no se encuentra amenazada —asegura Nancy—. Al menos no hasta ahora, porque nos ha tocado hablar con las personas que están en estos grupos y llegan a entender que tienen que cuidar al sector”.

No hay alternativa, dice Marilyn Urresto, quien considera que el narcotráfico está tan insertado en las comunidades que se vuelven parte de la convivencia. “La gente sabe qué banda está en su barrio, cuáles son sus símbolos, las estrategias de vinculación”. 

Por ejemplo, la casa de Nancy está en una calle paralela al sector donde viven integrantes de una banda. A la calle se la conoce como El cuartel de las feas y, aunque no es una banda, aparece como un objetivo militar en el Decreto Ejecutivo 111, del presidente Daniel Noboa. 

En este sector viven 5.300 personas, según el último censo que hicieron sus habitantes en 2021, pero no hay certeza de cuántos son ahora, porque algunos moradores se han ido ante amenazas de bandas. Otros han muerto y actividades que eran tan comunes como salir a tomarse la calle para jugar naipes por la tarde, han desaparecido. 

En la Cooperativa de Nancy hay un solo parque que está a cinco cuadras de su casa. Lo comparten con otras cooperativas que tienen más o menos la misma cantidad de habitantes. Pero el parque siempre está vacío. Ya no es posible usarlo, porque una gran parte del tiempo está tomado por bandas y al menos a ciertas horas, hay que pedirles permiso. 

Urresto dice que hay una desconexión entre la obra pública y la comunidad porque muchas veces se construyen parques a los que no se les da seguimiento y, finalmente, no responden a lo que la comunidad necesita, sobre todo cuando las condiciones alrededor son precarias. 

“Creas (como alcaldía) un parque, lo dejas ahí para que la comunidad trate de alguna forma hacerse cargo, pero cuando el crimen organizado está tan metido en ese espacio, también es de ellos. Si no consideras como estratégica la obra pública, se la entregas en bandeja de plata a las bandas.  Los chicos no tienen acceso a un lugar que debería servir para la reflexión y el juego”, dice Urresto. 

Junto al parque se encuentra un Centro de Atención Infantil, manejado por el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y supervisado por el Comité de madres del barrio. A este asisten entre 80 y 100 niños. “Algunas madres tienen que dejarlos obligatoriamente en la guardería, porque sino no pueden trabajar”, cuenta Máxima, quien supervisó este espacio como parte de la Asociación 24 de Mayo.

Allí, Anahí, nieta de Nancy y madre soltera, deja a su hijo de dos años. El mayor, de cinco años, va a la escuela. Uno sale a las 12:00 y el otro a las 15:00. Después de almorzar se quedan en casa, hacen la tarea y a veces salen a jugar a la calle. A pesar de todo lo que se dice del sector y de que la muerte de niños se incrementa en la vía pública, Anahí siente que es seguro para sus hijos. Al menos porque por la calle en la que viven no pasan muchos carros y hay otros niños con los que pueden jugar. 

Anahí quisiera que sus hijos sean “más que su madre”, que estudien más que el bachillerato, que asistan a la universidad. Aunque sabe que aún puede seguir estudiando y cree que algún día va a tomar la batuta del trabajo que ha hecho Nancy como líder de la comunidad. 

Cree que hacen falta más centros recreativos, más parques como el que tienen a cinco cuadras, para que los niños jueguen, porque muchas veces a las madres les da miedo que sus hijos caminen hasta el parque.

A través de los distintos estados de excepción a los niños se los ha condenado también a recibir clases virtuales y espacios de socialización, como las guarderías, cierran, así como los parques y las posibilidades de salir a jugar a la calle. Las infancias tienen un momento cruel de encierro. “Los barrios tienen un sistema de socialización que no funciona, pero tampoco tienen espacios seguros a los cuales acudir. No tienen espacios de congregación porque la forma más segura de protegerse es quedarse en casa y allí también hay problemas, la situación económica no da. La crisis de la violencia te encierra porque no tienes opciones. Si les preguntas a los chicos qué opciones tienen te dirán que salir de aquí, del barrio, y sentir que hay otros espacios para el disfrute”. 

Para Nancy solo hay una forma de resolver el conflicto de violencia que viven de cerca y es trabajar con la comunidad, con las familias. 

“Si nosotros no capacitamos, no educamos a las familias y no hacemos integración, no habrá nada. Si nosotros erradicamos la violencia, vamos a tener otro país, pero si no lo hacemos, vamos a seguir en el mismo vacío y vamos a caer más profundo y ¿qué necesita esta comunidad?, lo principal es trabajar con las familias”, dice Nancy desde su casa, en la que vive con otras siete personas, entre ellas sus nietos, sus hijos y quienes llegan a visitarla para contarle las novedades del barrio. 

En Socio Vivienda “los niños tienen derecho a vivir en paz”

“Cuando vamos a cualquier lado ustedes dicen Socio Vivienda y ¿qué piensa la gente?”, les pregunta Gloria, la presidenta de Socio Vivienda 2, en una reunión con otros líderes del barrio. “Que somos lo peor”, “que todos somos delincuentes”, replican algunos vecinos con los brazos cruzados y enojados, como soltando una carga común. 

“Por eso, nosotros tenemos que trabajar para recuperar nosotros mismos nuestra dignidad, que vean que aquí tenemos música, que nos capacitamos, que nos ayudamos”, insiste Gloria.

En Socio Vivienda la mayoría de familias llegó hace nueve años con una promesa: entregar sus terrenos en la Isla Trinitaria, donde vivían como “invasores de tierras” a cambio de una pequeña casa de la que serían dueños con mejores condiciones de vida. Las casas que les dieron son pequeñas, de una planta, de cemento, en las que casi siempre se escuchan las conversaciones de los vecinos.

Durante este tiempo ni los habitantes de Socio Vivienda ni la escuela, el parque, o la guardería han logrado legalizar su terreno. Los que han logrado hacerlo han pagado 900 dólares al Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi). 

¿Cuándo van a entregarles las escrituras?, se preguntan todos en las reuniones a las que constantemente va Mónica. Ahora está sentada en las gradas de una cancha que inauguraron hace un año tres organizaciones sociales, cerca de un canal en el que solo se encontraban cuerpos muertos. Su nombre es una proclama: “La cancha de los niños y de las niñas porque los niños tienen derecho a vivir en paz”. A su alrededor se espera una nueva construcción en un terreno que ahora solo es tierra seca. 

Los cuatro hijos de Mónica están en clases, en la escuela Pedro Vicente Maldonado, la cual se consideró temporal para resolver el primer año lectivo del traslado de los habitantes al sector, pero que se mantiene hasta el día de hoy a medio construir, en un terreno que no se ha legalizado a favor del Ministerio de Educación.

“El Municipio tendría que legalizar los terrenos para que se construya la escuela de verdad, desde Básica hasta el Bachillerato”, dice Mónica.

Escucha la reunión con su cabello afro teñido y recogido, lleva zapatillas, una blusa ajustada y un pantalón corto. Puede estar en la reunión solo hasta las 12:00. A esa hora debe recoger a sus hijos más pequeños, los gemelos Calec y Mizael, que a sus cinco años cursan el primer año de básica. 

Durante estos nueve años, ha tomado algunos cursos de derechos humanos en los que dice que ha aprendido a reconocer que tiene derechos de los cuales antes no se sentía propietaria. Y a pesar de que le ha tocado correr con sus hijos por un muerto en medio del camino y una balacera, siente que la zona no es tan conflictiva como antes. Dice que desde hace un año todo se ha regularizado y hay una orden de que no se puede robar más. 

Para Mónica, el mayor miedo de vivir aquí es que haya una bala perdida, como aquellas por las que 149 niños y niñas de 0 a cinco años han muerto en Guayaquil. Por eso deja que sus hijos salgan a jugar solo si ella está afuera. Si van a la tienda, les controla el tiempo, si se demoran un poco más, va por ellos. “Ninguno puede salir solo. Y la mayor —de 15 años— solo está adentro, solo sale a estudiar, porque no tiene confianza”, dice sobre su hija que quiere ser militar para poder pagar las dos carreras que de verdad quisiera ejercer: veterinaria y psicología. 

Si escuchan una balacera se van juntos al último cuarto de la casa hasta que pase. Y, aunque no es algo de todos los días, Mónica siente que por ahora está bien. Pero si tuvieran la opción de irse a otro lugar, lo haría, para que sus hijos crezcan de otra manera, donde puedan caminar y jugar tranquilos.

En la misma cancha está Esther. Viene con su hijo, Jaiden, un pequeño de dos años al que le crecen churros apretados en el cabello y que si suelta por dos segundos los grandes brazos de su mamá comienza a llorar. Por él, Esther está en un curso de enfermería, aunque su sueño en realidad es ser maestra, pero fue madre antes de lograrlo. 

A sus 21 años, Esther está a cargo de Jaiden todo el tiempo. Como Mónica, no confía en la guardería del sector porque su hermanita menor se rompió la cabeza allí y no llamaron nunca a la familia. Cuando llegaron a verla, la niña sangraba. Cuando su mamá preguntó qué pasó, nadie quiso responder. 

Pero “aún así, casi nunca hay cupo para la guardería. Están muy llenas y es muy pequeña”, dice Martha Vélez, presidenta de Socio Vivienda 3, en una conversación en la casa de su vecina Zulema. 

Martha es una señora que lleva siempre una cola de caballo, lentes cuadrados pequeños y va preguntando de casa en casa por el bienestar de sus vecinos. Cuenta que llegó a Socio Vivienda 3 hace cinco años y aún espera el título de propiedad prometido, que ha intentado conseguir un cupo en la guardería para su nieta de tres años y que la categoría de “barrio peligroso” se la han ganado “de gratis”, por gente que no es de allí. 

Zulema, de 23 años, tiene dos hijos, una niña que está por cumplir dos años y un niño de ocho, que estudia lejos, en el centro de Guayaquil, a casi una hora de distancia. “En la escuela de Socio hay muchos problemas, los profesores piden (dinero) para comprar ventiladores y cosas. Además las balas: siempre hay algún conflicto y los niños tienen que tirarse al piso”. 

Para ella, como en todo lado, en Socio Vivienda hay gente buena y gente mala, pero hasta ahora, piensa que es un buen lugar para que crezcan sus hijos, aunque el parque más cercano en el que pueden jugar esté tomado por personas que cargan armas cuando juegan pelota. 

Al parque ni el Miduvi ni el Municipio lo han inaugurado, un gesto que normalmente se hace para que la comunidad lo gestione. Martha no quiere que el Miduvi se lo entregue a la comunidad, preferiría que se lo entreguen al Municipio para que se haga cargo de su mantenimiento y seguridad. A Gloria, a Martha y a otros líderes comunitarios del sector, el Miduvi ha dejado de darles respuesta sobre la legalización de sus terrenos. 

En las zonas donde se incrementa la violencia todos los servicios se van, dice la educadora Suelin Noriega, quien trabajó en el Comité Permanente de Derechos Humanos. Para Noriega, como defensora de los derechos humanos, es aquí donde todos los servicios deben estar. “Es fácil señalar con etiquetas a las infancias perdidas, pero no nos damos cuenta que hemos ubicado a estos en ese lugar, es un abandono sistemático que hace que los niños sean víctimas directas”. 

La Fundación ¡Juntos con los niños y niñas! (Juconi) ha acompañado a muchas familias de Socio Vivienda desde que vivían en la Isla Trinitaria. Martha Espinoza, su directora, dice que durante más de 10 años de trabajo, con una asistencia social y psicológica a las familias, muchos niños se han convertido en jóvenes profesionales, pero asegura que “lo más importante es que se han convertido en madres y padres que no repiten con sus hijos el círculo de violencia que arrastraban desde la infancia”. 

Martha dice que este no podría ser el resultado de la totalidad de casos que atienden desde Juconi, pero trabajar en prevención logra que las familias se involucren para que sean promotores de la protección de los niños. 

Para Sybel Martínez “cuando hablamos de niños, niñas y adolescentes hablamos de una trilogía”. Se habla del Estado, la sociedad y de la familia. “Ninguno de los tres estamentos ha cumplido su deber de cuidado y protección. Creo que el cuidado interpela más que la protección. Cuando se habla de niños hay que hablar de integralidad. No es posible romantizar el crimen, está bien poner mano dura, pero el Estado no se agota por controlar el crimen organizado porque en medio de esto, los derechos de los niños se ven complicados y se convierten en infancias en riesgo”. 

Hay que preguntarse, dice Martínez, si la familia es un lugar de protección para esos niños y hay que trabajar con la familia en crianza positiva, en temas de salud mental y garantizar protección en las escuelas y en los espacios en que transitan. “Pero nada de esto funciona si en esa familia, en ese niño hay limitaciones, hay pobreza, hay hambre, hay necesidades”. 

La narrativa del daño colateral no tiene responsables

En 2019, cuando se registraron cuatro muertes de manifestantes en medio de las protestas contra una serie de medidas económicas del gobierno de Lenín Moreno, el entonces ministro del Interior, Patricio Carrillo, puso en el debate público una frase que ahora se repite demasiado: daño colateral. 

“Lamentamos todos los daños colaterales. La Policía Nacional es una institución que protege derechos, no ataca, tiene que defender las libertades del resto también”, dijo Carrillo en ese momento, como encargado de la seguridad del país. 

Hoy, esa justificación que dejó muertos a manos del Estado, se cola en los medios para hablar de las muertes de las infancias. Muertes que aunque indignan, son —a criterio de Sybel Martínez— “de un solo hervor”. “Porque reaccionamos ante la muerte de los niños del Guasmo y luego ya nos olvidamos”. 

En 2023, la Policía Nacional había identificado a 11 bandas consideradas narco criminales que expandían su territorio en ciudades como Guayaquil, en barrios como el de Nancy y Mónica. Hoy esas bandas se han duplicado, según lo reportado en el Decreto 111 que declara el conflicto interno armado.

Las muertes en contra de niños y niñas que viven en los barrios de Guayaquil, donde se expanden estas bandas criminales, han sido predecibles, dice Marilyn Urresto. “Tenemos un permanente estado de excepción desde 2020. Esto ha permitido la incorporación de cuerpos militares y de control en territorios, pero no hay un daño colateral cuando hay un conocimiento de que esto puede pasar en una guerra y más aún cuando el gobierno no tiene el contingente para precautelar la vida de la gente que, al vivir en barrios tomados por la delincuencia, corre peligro todo el tiempo”. 

Vivir en estos barrios es una sentencia de muerte, agrega Urresto. “O te mata la banda porque tu hijo no se involucró o te mata la Policía”. 

En medio está la destrucción potente del tejido social como consecuencia del miedo. 

Ahora no hay códigos que impidan la muerte de las infancias a manos del crimen organizado, dice Suelin Noriega, quien considera que “todo esto está atravesado por la pobreza en estos sectores, comenzando por la falta de acceso al espacio público, y por no crear entornos protectores que permitan que los niños y niñas tengan más opciones”. 

En el libro Daño colateral, el filósofo polaco Zygmunt Bauman sostiene que este término acuñado por la fuerza militar es una de las explicaciones más drásticas de la desigualdad social. 

Para Bauman, la idea de calificar de “colaterales los efectos destructivos de una intervención militar supone una desigualdad existente de derechos y oportunidades, ya que acepta una distribución desigual de los costos que implica emprenderla”. 

Nancy, Máxima, Anahí, Mónica, Martha, Zulema y Esther creen que es posible que sus hijos crezcan en medio del conflicto. Por eso intentan acompañarse. “Ante un estado ausente lo único que te queda es la comunidad. El estado debe facilitar el entorno de protección desde las dinámicas comunitarias”, dice Noriega. 

La solución no debe ser securitista nada más, dice Sybel Martínez. Los niños necesitan respuestas integrales “porque tienen derechos, no derechitos”. Y cita a la escritora española Gloria Fuertes: “la patria no es una bandera ni una pistola, es un niño que nos mira”. 


Este reportaje fue realizado gracias al apoyo del Early Childhood Reporting Latin America Fellowship del Dart Center for Journalism and Trauma, un proyecto de Columbia Journalism School.

Este artículo fue publicado originalmente en INDÓMITA MEDIA

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Autor

  • Periodista, editora y confundadora de INDÓMITA MEDIA. Docente de no ficción en la Universidad de las Artes. Es ciclista urbana en una ciudad caótica. Vive y trabaja en Guayaquil.

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