“¿Usted es prostituta?”. El ambiente glacial del cubículo clínico en el que Elena* se encontraba ese día de 1994 no fue nada comparado con la frialdad en el tono del médico cuando le soltó la pregunta.
La interrogante le pegó como una bofetada. A la mujer, originaria de un municipio maya de Yucatán, México, ya le había costado demasiado independizarse económicamente: se casó a los 15 años para huir de los golpes de su madre y su padre, pero su matrimonio fue sumamente violento desde el inicio.
“Yo tenía el cabello largo, largo, largo. Él me tiraba al suelo y me arrastraba. Un día dije ‘esto se tiene que acabar’. Me hice una trenza y le pedí a la muchacha que me cortaba el pelo que me lo dejara pegadito. Ella no quería, pero le dije que sí. Cuando él me vio, preguntó por mi pelo y le dije que lo corté porque quería. Ya no me podía jalar del pelo”, recordó.
A los 25 años decidió comenzar a generar sus propios ingresos. Dado que no sabía leer ni escribir, pues su padre pensaba que “solo los hombres estudian”, entró a trabajar a una casa como trabajadora doméstica; 16 años después, se divorció. Poco a poco su vida se estabilizó. Para 1989, ya estaba casada de nuevo.
Estaba tranquila y feliz en su segundo matrimonio, viendo a sus cuatro hijos y tres hijas crecer y formar sus propias familias. Hasta 1994, cuando empezó a enfermar de la nada: presentaba diarreas eventualmente y por las noches le daba calentura.
En febrero de aquel año, la atacó una fuerte neumonía que la dejó internada durante tres meses en el Hospital General “Lic. Ignacio García Tellez” del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), y se practicó varios análisis para conocer el origen de sus malestares.
Ante el frágil estado de salud de Elena, su hija mayor acudió a recibir los resultados. Sin embargo, el personal se negaba a entregárselos. Regresó dos veces a la institución para solicitarlos y al tercer intento, le dijeron que su madre debía ir personalmente a una consulta para obtenerlos.
Apenas llegó a la cita, Elena percibió hostilidad por parte del profesionista que la debía atender. Ella no entendió por qué le preguntó si se dedicaba al trabajo sexual, pero se apresuró a negarlo. “No, ¿por qué? Yo soy sirvienta, trabajar de eso no es vergüenza, robar sí”, le contestó.
“Tienes SIDA [síndrome de inmunodeficiencia adquirida], y te vas a morir. Eso lo tienen las prostitutas, por eso te pregunto si trabajas de puta. Ahora vas a tener que ir al doctor mientras vivas”, le dijo el médico.
La noticia aturdió tanto a Elena, que ni siquiera recuerda cómo llegó a su casa ese día. Pero sí recuerda que inició su tratamiento a la brevedad. Tomaba 20 medicamentos por las mañanas y otros 20 por las noches.
“Si estaba en el autobús yendo a mi trabajo, veía la hora, sacaba mi botellita de agua y tomaba mis pastillas. Me decía ‘esto me va a dar vida’. Esas 40 pastillas al día me dañaron los dos riñones, pero en tres años me volví indetectable, es decir, no puedo transmitirle a nadie el virus”, explicó.
A lo largo de los años cambió cuatro veces su esquema de antirretrovirales, pero cada vez se apegó al tratamiento. También experimentó discriminación, no solo por parte del personal médico: su madre le pedía separar sus platos para comer y que utilizara un baño distinto al suyo, pues creía que el virus se transmitía por simple contacto. Las hermanas de Elena le explicaron que eso no era posible y entonces las agresiones cesaron.
A pesar de todo, Elena no dejó de cuidar su salud cada día. Este 2022, contra los pronósticos del doctor que la diagnosticó, llegó a los 75 años de edad.
“Yo pensaba que me iba a morir e iba a contagiar a mis nietas, nietos. Hoy no me siento mal, soy activa. Me gusta bailar. De pronto estoy haciendo mi quehacer y me paro a bailar solita. Me gusta lavar a mano. Me gusta ver a mis nietas y nietos, sobre todo a una que desde que tenía siete años me decía que ella iba a ser enfermera para cuidarme y ya se recibió como enfermera”, contó en entrevista.
Piensa que vivir con VIH no la limita. Eso sí, en los últimos 18 años ha extremado cuidados porque comenzó a padecer diabetes y últimamente tiene síntomas de un problema de la presión, además de las complicaciones en los riñones que se le presentaron como efecto colateral de los antirretrovirales.
Pero ahora, a diferencia de hace 28 años, se atreve a hacer planes a futuro. Quiere convivir más con sus 18 nietas y nietos, y sus 22 bisnietas y bisnietos. Y aunque desearía haber recibido educación sexual en su juventud para prevenir la transmisión del VIH, asegura que esa condición no la detiene.
De hecho, actualmente colabora con activistas, defensoras y defensores de los derechos humanos en campañas de difusión de información sobre el virus. Le gusta platicar en maya con mujeres del interior del estado de Yucatán, para compartirles estrategias de prevención del VIH y otras ITS (infecciones de transmisión sexual), así como información sobre sexualidad e incluso tips para practicar sexo seguro y placentero. Y planea seguir aportando todo lo que pueda a su comunidad.
Si en algo coinciden organismos internacionales, especialistas en salud, investigadoras, investigadores, activistas, defensoras y defensores de derechos humanos es que en los últimos años ha incrementado el número de adultas mayores viviendo con VIH en América Latina.
Las estadísticas del Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA), lo evidencian: se estima que en el 2018, 160 mil mujeres mayores de 50 vivían con el virus. Es necesario recalcar que especialistas suelen conceptualizar la vejez de las personas que viven con VIH a partir de los 50 años. En el 2019, la cifra subió a 180 mil. Y en el 2020, alcanzó las 190 mil, es decir, 31.14 por ciento de las 610 mil mujeres de más de 15 años que estaban diagnosticadas con el virus en aquel año.
Para entender a qué se debe esto, podríamos visualizar los dos grupos de adultas mayores que viven con VIH: el de las mujeres que fueron diagnosticadas siendo adultas mayores, y el de aquellas a quienes se les detectó el virus desde la adolescencia o cuando eran adultas jóvenes y, por lo tanto, llevan varios años viviendo con el virus.
RECIBIR EL DIAGNÓSTICO SIENDO UNA ADULTA MAYOR
Respecto al primer grupo, es necesario entender que las mujeres de más de 50 años corren mayor riesgo de adquirir VIH debido a la menopausia, la cual genera que la pared vaginal sea más frágil y, por lo tanto, más propensa a desgarros durante la actividad sexual.
Eso es un coadyuvante de transmisión del virus, de acuerdo con datos de la investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), Ligia Vera, en su artículo “Una aproximación a la sexualidad y el VIH/SIDA en adultos mayores de Mérida, Yucatán, México”; y la doctora Gabriela Villanueva, el enlace médico-científico de la Fundación Brazos Abiertos Yucatán (BAI), una organización sin fines de lucro cuyo objetivo es prevenir el VIH/SIDA.
Otro de los factores de riesgo es que, frecuentemente, las mujeres que estuvieron en relaciones monógamas durante muchos años y, por viudez o divorcio, reanudan su vida sexual con nuevas parejas, no piensan en el riesgo de adquirir VIH o alguna ITS, pues no se sienten cómodas hablando de infecciones de transmisión sexual o de sexo seguro, desconocen los métodos de protección o bien, no los emplean porque no se perciben como parte de los grupos de riesgo, explicó Villanueva.
Esto se debe a que las adultas mayores no se encuentran dentro de los grupos clave de riesgo de VIH. Por ejemplo, en el caso de México, la población clave son los hombres que tienen sexo con hombres, mujeres trans, trabajadoras sexuales y usuarios de drogas intravenosas.
En parte, esa situación es atribuible a los mitos sobre la sexualidad durante la vejez: existe el imaginario de que las personas adultas mayores no tienen relaciones sexuales. “La sola idea de una relación sexual coital entre adultos mayores se considera antiestética y casi imposible, estando, por lo tanto, rodeada de mitos y estereotipos”, indica Vera en su investigación.
Pero por supuesto, esto poco tiene que ver con la realidad. La misma autora cita numerosos estudios que confirman que una gran cantidad de personas adultas mayores mantienen el interés sexual alrededor de los setenta años. Todo esto ocasiona que tanto la población en general como el personal médico no consideren necesario practicar pruebas de detección a adultas mayores para descartar o confirmar el diagnóstico.
“Hay baja percepción de riesgo porque no se habla de sexo. No hay difusión para decir que todas las personas que tienen vida sexual activa pueden adquirir VIH. Y si no te percibes en riesgo, ¿para qué te vas a hacer una prueba? Sobre todo si son mujeres amas de casa que solamente han tenido una pareja sexual activa. Pero por ello es necesario recordar que, en el mundo, un alto porcentaje de las nuevas infecciones sucede en parejas estables. Entonces las mujeres, independientemente de la edad y el estrato socioeconómico y cultural, muchas veces adquieren la infección de sus parejas estables en su propia casa, con su propia pareja”, recordó Brenda Crabtree, infectóloga de la Clínica de VIH/SIDA del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”.
En países como México, puntualizó la especialista, se ha demostrado científicamente que las mujeres solo se hacen la prueba de VIH cuando lo sugiere un tercero, ya sea porque es un requisito para un trámite o un procedimiento médico, su cuadro clínico sugiere enfermedad tardía, o sus familiares presentan síntomas o fallecieron como consecuencia del virus.
En parte, esto se debe al estigma y discriminación que existe tanto alrededor de las ITS como respecto las personas adultas mayores sexualmente activas, precisó Arely Cano, secretaria general de la Comunidad Internacional de Mujeres viviendo con VIH SIDA (ICW Latina).
Algo así vivió Marina Soto, quien trabaja en el Hospital Nacional Cayetano Heredia y es integrante de la ICW Latina en su capítulo Perú. Hacia los 90, después de pasar un tiempo soltera, decidió iniciar una relación. Después de tres años de noviazgo, comenzó a tener relaciones sexuales con su pareja. Para 1995, cuando ella tenía 38 años, a su novio le detectaron linfoma de Hodgkin, un tipo de cáncer que comienza en los glóbulos blancos.
Una de las compañeras de trabajo de Marina decidió practicarle una prueba de control al hombre y descubrieron que había adquirido VIH. Fue en ese momento que Marina se hizo un test. También salió positivo.
“Cuando escuché el resultado me quedé sentada en mi oficina. No podía creerlo ni imaginarlo: si yo había estado sola tanto tiempo y quise reanudar mi vida, sentirme enamorada o ilusionada de que alguien estuviera a mi lado, que llenara esa parte afectiva. Me fui corriendo a la iglesia de Santo Domingo y lloré al Señor de la Justicia durante tanto tiempo, ni siquiera sé si fueron una o dos horas”, relató en entrevista.
Algo que preocupa a las especialistas es que, debido a que no se consideran parte de los grupos de riesgo, a la discriminación y a la vergüenza, las mujeres mayores suelen acudir muy tarde a realizarse una prueba de detección del virus, por lo tanto, se les suele diagnosticar en fases tardías, es decir, cuando ya desarrollaron SIDA, y su sistema inmunológico ya se encuentra gravemente comprometido.
LAS SOBREVIVIENTES
Corría el año 1988. Felipa García tenía 25 años, era auxiliar contable y se encargaba del cuidado de su hija de 6 años y su hijo de 4, cuando tuvo síntomas de herpes. Acudió al Instituto Dermatológico y Cirugía de Piel “Dr. Huberto Bogaert Díaz”, donde le practicaron varias pruebas para brindarle tratamiento. Cuando regresó por los resultados, le anunciaron que debían repetirlas.
En la segunda vuelta, notó diferente el trato del personal que la atendía. “Yo no tenía nada en la mente pero sabía que algo estaba pasando. Una enfermera pasó por mi lado como si fuera un mono de circo. Les oí decir en más de una ocasión ‘tan bonita y con eso’, ‘tan joven, qué cuerpazo tiene esa muchacha, qué linda’. Fue cuando dije ‘aquí está pasando algo’. Todo eso me pudo haber hecho mucho daño, pero ahora siento que me preparó emocionalmente”, recordó en entrevista.
Todo ese episodio de discriminación fue la antesala. El médico le preguntó si tenía en mente la posibilidad de haber adquirido VIH. Felipa lo negó, “porque eso les da a las prostitutas y ella era una mujer de casa con una hija y un hijo” (sic). Fue entonces que el doctor confirmó que la prueba del virus había dado positivo.
Ella tragó saliva y enmudeció antes de preguntar qué significaba eso. El médico le cantó claro el panorama: en ese entonces no había tratamiento de libre acceso para el virus en el país donde se encontraba, República Dominicana. Solamente se podían conseguir fármacos del extranjero a través de donaciones o a muy altos costos: un frasco de antirretrovirales alcanzaba los 400 dólares y en ocasiones ya había pasado por varios años su fecha de caducidad o bien, su uso ya estaba descontinuado en otros países.
Felipa programó una cita en el Instituto de Sexualidad Humana para conocer al virus y cuidar en lo posible de su salud.
“Me sentía muy joven en ese momento como para haber recibido esa noticia, pero justo por eso entendí que tenía un compromiso con vida por mi hija y mi hijo. También entendí que, en ese entonces, vivir con VIH era sinónimo de muerte, lo que se esperaba era una muerte rápida. Yo la esperé mucho tiempo. Incluso seis años después me puse mal e hice un plan para entregarle mi niña y mi niño a un familiar, porque pensé que la muerte vendría pronto y no quería que cualquiera cogiera a mis hijos”, relató.
Pasaron 12 años hasta que Felipa pudo iniciar el tratamiento de antirretrovirales, justo cuando tuvo una supresión medular, debido a que su conteo de linfocitos CD4 (glóbulos blancos que combaten infecciones y por lo tanto, juegan un papel crucial para el sistema inmunológico), llegó a su punto más bajo: 59 células por milímetro cúbico, cuando el nivel de una persona sana debe ser mayor a 500 células de acuerdo con la Organización Panamericana de Salud (OPS).
Y solamente pudo acceder a los fármacos porque su médica le regaló unos paquetes que le habían donado. Faltarían dos años más para que los medicamentos llegaran al país, después de la ardua lucha de activistas, defensoras y defensores de derechos humanos para exigir el respeto a su derecho a la salud.
Pese a todo, Felipa superó el SIDA, la supresión medular y una pancreatitis. Presentó lipodistrofia (un conjunto de trastornos que consisten en la pérdida o acumulación de grasa corporal), lo cual la orilló a cambiar de esquema de antirretrovirales. Sin embargo, los nuevos medicamentos dañaron su hígado y tuvo que cambiar nuevamente de fármacos.
A punto de cumplir 60 años y aunque ha tenido algunas molestias por la bacteria erisipela, que genera infecciones en la piel, ha logrado hacer esperar a la muerte. Cree que además de contar con atención médica oportuna y apegarse al tratamiento, tener buen ánimo es crucial para estar lo más sana posible.
Ya sabe que el VIH no es necesariamente la condena a un fallecimiento repentino y doloroso, pero sí persiste la sensación de inseguridad. “La vida puede acabar en cualquier momento. Puede haber un evento, un descuido, un fallo o un daño que te puede causar el medicamento. Sí hay una incertidumbre, esa es la realidad”, señaló.
Aunque la OPS no cuenta con cifras de cuántas mujeres latinoamericanas diagnosticadas con VIH desde la adolescencia llegan a la vejez, especialistas en medicina y activistas estiman que cada vez son más las que lo logran, principalmente por los avances científicos y la promulgación de normas que facilitan el acceso a tratamientos y atención médica adecuada.
Lo cierto es que actualmente casi todos los países de Latinoamérica cuentan con leyes o políticas públicas que establecen el acceso universal a servicios integrales de salud, incluyendo la prevención y tratamiento de infecciones oportunistas: tal es el caso de Argentina, Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Nicaragua, Costa Rica, Honduras, Guatemala, Cuba, México y República Dominicana.
Solamente en Chile se restringe a integrantes de las Fuerzas Armadas, quienes deben costear una parte del tratamiento, de acuerdo con el Mapeo Político de la ICW Latina. Cabe mencionar que dicha herramienta no brinda información de El Salvador, Paraguay ni Uruguay.
Aunado a esto, la ciencia ha avanzado de tal manera que las mujeres que viven con VIH ya no tienen que tomar una decena de pastillas tres veces al día para mantener baja su carga viral y permanecer como “indetectables”, es decir, que no pueden transmitir el virus: ahora requieren menos fármacos y sus fórmulas ya no ocasionan tantos efectos secundarios en las usuarias.
Pero eso no significa que todo sea miel sobre hojuelas para ellas. Tanto Crabtree como la doctora María Gómez Palacio, investigadora del Centro de Investigación en Enfermedades Infecciosas (CIENI), del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias “Ismael Cosío Villegas” (INER), consideran que las mujeres adultas mayores que viven con VIH desde la adolescencia son sobrevivientes.
“Han tenido que luchar contra discriminaciones, contra el sistema de salud, contra sus propias ideologías o las de sus familias, con algunas soledades de la vida y la parte médica”, apuntó Gómez Palacio.
Por otro lado, cuanto más jóvenes hayan sido al adquirir el virus, es más probable que tengan más afectaciones a la salud después de superar los 50 años de vida.
“Entre más tiempo hayan estado viviendo con el virus, es probable que hayan tomado múltiples esquemas de tratamiento, muchos de los cuales en un inicio quizá hayan sido poco tolerados o que tal vez generaron fallas. Eso pasaba sobre todo entre 1990 y 2000, porque eran cócteles difíciles de tolerar y había una emergencia de resistencia. Entonces la condición de vida de quienes llevan más de 20 años viviendo con VIH es muy distinta a quienes fueron diagnosticados hace 10 años”, detalló Crabtree.
Y si se trató de transmisión materna infantil, es altamente probable que, además de los problemas de adherencia al tratamiento, la persona haya quedado huérfana a temprana edad o no haya completado su educación, agregó la especialista.
Sin embargo, a la fecha no se tienen datos de programas creados específicamente para satisfacer las necesidades de las adultas mayores que viven con VIH en materia de salud física, mental o sexual. Tampoco se conocen campañas para prevenir la transmisión del VIH en ese grupo etario, por lo cual las especialistas y activistas consideran que se trata de un sector olvidado y abandonado.
¿Se puede prevenir el VIH en la vejez? Claro, afirmó la doctora Villanueva: en ninguna edad se debe desestimar el uso del condón. Además, las adultas mayores pueden realizarse pruebas de detección rápidas si tuvieron alguna práctica de riesgo, como tener relaciones sexuales sin protección. También pueden recurrir a la profilaxis pre-exposición (PrEP): medicamentos que se consumen antes de tener alguna práctica de riesgo, para prevenir la infección por ese virus. Si ya hay un diagnóstico positivo, lo mejor es iniciar el tratamiento tan pronto como sea posible y apegarse a él.
Otro rayito de esperanza es que cada vez hay más investigadoras enfocadas en estudiar el VIH con perspectiva de género. De acuerdo con Crabtree desde los 90 han surgido grupos de científicas que se especializan en analizar la salud y calidad de vida de las mujeres que viven con VIH. En Latinoamérica, la infectóloga chilena Claudia Cortés y la doctora Patricia Volkow han realizado importantes aportes en el ámbito.
“Somos las mujeres quienes nos hemos preocupado por la agenda que tiene que ver con PrEP y mujeres, o embarazo en mujeres que viven con VIH. La salud de las mujeres depende en gran parte de médicas, activistas, científicas mujeres. Es necesario mencionarlo, porque los hombres representan la mayoría de los puestos directivos en salud e investigación, son los que más reciben financiamientos para investigación y no se preocupan por la salud de las mujeres tanto como las mujeres, que volteamos a ver todos los ángulos de la epidemia”, recalcó la experta.
¿QUÉ SIGNIFICA VIVIR CON VIH DESPUÉS DE LOS 50 AÑOS?
Aunque vivir con VIH siendo una adulta mayor no es sinónimo de sufrimiento o muerte rápida y dolorosa, las expertas admiten que las adultas mayores que adquirieron el virus deben sortear varios retos.
Para empezar, cualquier persona que viva con VIH tiene más posibilidad de presentar cáncer, tanto linfomas como tumores en los pulmones. También es común que tengan enfermedades metabólicas o presenten otras ITS.
En el caso de las mujeres, son frecuentes el cáncer cervicouterino y el de mama, así como la osteoporosis, diabetes, dislipidemia y el virus del papiloma humano (VPH), informaron Crabtree y Gómez Palacio.
Por otro lado, quienes llevan años viviendo con el VIH suelen presentar envejecimiento temprano, que causa un fenómeno de inflamación persistente, lo cual a su vez, puede generar enfermedades metabólicas. De igual manera, podrían tener daños por el consumo continuo de antirretrovirales: lipodistrofia, problemas con el calcio, daño hepático, entre otros.
Las mujeres que viven con VIH, sobre todo quienes tuvieron enfermedades oportunistas severas, pueden tener menopausia temprana, con procesos de evolución más rápidos, señaló Gómez Palacio.
A esto se añade un punto importante: la adherencia al tratamiento antirretroviral. De acuerdo con estadísticas del Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH (CENSIDA), hasta el 2014, la retención de mujeres a los tratamientos era menor que la de los hombres en México: no se apegaban a los esquemas de medicamentos o faltaban a sus citas médicas de monitoreo y seguimiento, ocasionando fallas virológicas, que deprimieran su sistema inmunológico e incluso desarrollaran SIDA, precisaron las médicas Villanueva y Gómez Palacio.
Aparentemente, esto pasa con mayor frecuencia en mujeres de escasos recursos, que tienen menor posibilidad de entrar a sistemas de salud, viven lejos de las clínicas o están aisladas, o no cuentan con sustento social o familiar; es decir, la desigualdad social juega un papel muy importante en la esperanza de vida de las mujeres.
Por otro lado, existen muchos estereotipos en torno a la vejez, que entorpecen brindar a las personas adultas mayores atención médica y psicológica adecuada. Y para terminar, persiste la estigmatización hacia quienes viven con el virus.
De acuerdo con la ONUSIDA, en el 2018 fallecieron 3 mil 100 mujeres mayores de 50 años por causas relacionadas con el VIH en América Latina. En el 2019 fueron 3 mil 400 y en el 2020, 3 mil 300.
Por todas estas razones, activistas y defensoras de derechos humanos han recalcado la importancia de brindar atención médica integral y específica para cada grupo etario. Tal es el caso de Cano y Mirta Ruiz, secretaria general del Movimiento Latinoamericano y del Caribe de Mujeres Positivas (MLCM+), quienes han exigido a los gobiernos latinoamericanos otorgar ese servicio a las mujeres que viven con VIH de manera diferenciada, es decir, acorde a su edad y entorno.
“Las mujeres estamos demandando que se tome en cuenta nuestra salud sexual y reproductiva, lo que nos pasa en la menopausia y nuestra salud mental. No alcanzaremos la verdadera calidad de vida para las mujeres adultas mayores, mientras no se nos atiendan nuestras propias necesidades”, apuntó Cano.
Una manera de conseguir ese objetivo es brindando atención multidisciplinaria a las adultas mayores que viven con VIH, y que no exista discriminación en especialidades no relacionadas con ITS, es decir, que quienes se dediquen a alguna especialidad médica estén capacitadas o capacitados para brindar servicios a mujeres que adquirieron el virus, opinaron las especialistas Gómez Palacio y Crabtree.
“Se requiere mayor educación médica de no discriminación en especialistas: que las personas dedicadas a la oncología, ginecología, geriatría o enfermedades metabólicas no tengan deficiencias en esa parte, porque sí se ha visto discriminación a pacientes que viven con VIH”, sostuvo Gómez Palacio, quien agregó que debe haber más sensibilidad y menos discriminación hacia las pacientes por parte del personal de salud y de la sociedad en general, para que ellas puedan tener mejor calidad en la atención médica.
De este modo, se podría manejar de manera armónica la polifarmacia: se tratarían de manera eficaz las comorbilidades que presenten las mujeres que viven con el virus, sin comprometer ni entorpecer el tratamiento antirretroviral, evitando así los daños colaterales.
¿Qué recomiendan las especialistas a las pacientes adultas mayores? Mantener un estilo de vida saludable: comer sano y balanceado, hacer ejercicio, y realizarse estudios de escrutinio y preventivos con mucha más anticipación que las personas que no viven con VIH, tal es el caso de las mastografías, colonoscopias y tests para prevenir el cáncer, entre otros.
LA EXCEPCIÓN QUE DEBERÍA SER LA REGLA
Era 1993. Juçara Portugal Santiago, afrodescendiente originaria de Nilópolis, Estado de Río de Janeiro, tenía 37 años y escuchaba a cada momento en la televisión y la radio, sobre una “nueva enfermedad”, que se estaba detectando en la lejanía de Estados Unidos y que sobresalía por su peligrosidad. Justo para aquella época, tuvo que practicarse algunos exámenes que, por ley, exigía la institución donde trabajaba a sus empleados y empleadas. Fue entonces cuando le detectaron VIH.
Afortunadamente, en su lugar de trabajo ya se había comenzado a implementar un programa de prevención y apoyo, por lo cual un equipo multidisciplinario le brindó atención médica, asesoría psicológica y asistencia social. También conoció la labor de la Red Nacional de Pessoas Vivendo com HIV e AIDS (Red Nacional de Personas Viviendo con VIH y SIDA), de Brasil; y de la ICW Latina, y pronto aceptó que viviría con el virus el resto de su vida.
Pero, además, en su trabajo le dieron licencia médica cuando inició su tratamiento, de modo que cuando la golpearon los efectos más duros de los fármacos, como el agotamiento, náuseas y la falta de energía, ella no estaba trabajando.
Juçara llama a su experiencia el “patrón de oro”, porque ella fue muy bien atendida y acompañada, y con el tiempo pudo comprender no sólo qué significa vivir con el virus, sino que muchas mujeres han atravesado historias completamente opuestas a la suya. Todo eso la impulsó a defender de manera activa los derechos de las mujeres que viven con VIH y SIDA: aboga para que las mujeres sean atendidas de manera diferenciada e integral, poniendo especial énfasis en la salud mental.
“Ese patrón de atención, que sea integral, multidisciplinario, con referencias, apoyo, cuidado, acompañamiento y que pueda responder las preguntas que surjan, todos deberíamos tenerlo”, indicó.
No es la única que piensa así. La mayoría de las mujeres mayores que viven con VIH entrevistadas para realizar este reportaje mencionaron que estar tranquilas y sanas mentalmente son puntos clave para mantenerse saludables físicamente; sobre todo aquellas que se vieron obligadas a esperar varios años para conseguir sus medicamentos porque sus países de origen no contaban con ellos: básicamente se refugiaron en grupos de autocuidado y redes de apoyo para salir adelante.
Eso es algo que la ICW Latina ha detectado también, y por ello ha impulsado y demandado a las autoridades no dejar de lado ese tema para garantizar la salud de las pacientes que viven con el virus. También ha destinado esfuerzos a diseñar estrategias de autocuidado.
Ruiz, de MLCM+ también enfatizó la necesidad de ocuparse de la salud mental de las adultas mayores que adquirieron VIH, en especial después de la pandemia de Covid-19. Basta con escuchar a Marina para entender por qué.
“El golpe de estrés por estar encerrada, sin convivencia, es difícil. Si bien es cierto que una a veces está acostumbrada a pasar 16 horas sin regresar a casa por el trabajo, [la pandemia] ha sido terrible. Ha hecho mucho daño, y no solamente a quienes vivimos con VIH”, comentó.
Bertha Chete, defensora feminista de los derechos humanos de Guatemala e integrante de ICW Latina, también cree que la pandemia aisló a quienes adquirieron el virus, por lo cual es necesario retomar los grupos de apoyo, que pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte en algunos casos.
Ella fue diagnosticada en julio de 1998. Tenía 30 años y se sometió a un chequeo de rutina: contemplaba la posibilidad de maternar años después de haber concluido un proceso de divorcio, pues la habían casado a la fuerza antes de cumplir la mayoría de edad, al notar que había tenido relaciones sexuales con quien entonces era su novio.
“La virginidad en algunos pueblos pesa mucho. Y entraron los temas del honor, el ‘qué dirán’ y esas cosas. Cuando me gradué ya tenía fecha de matrimonio, que duró siete días y me sacó automáticamente de la casa, porque la familia no iba a soportar eso. Me tocó migrar a otra ciudad y esperar a que pasara un año para divorciarme. Lo conseguí, yo misma pagué el trámite”, narró.
Pasó el tiempo y tuvo la inquietud de la maternidad, y al hacerse pruebas clínicas, le confirmaron que había adquirido VIH. En ese momento, el ginecólogo la remitió con un internista, pero la información era escasa, recordó. Pese a eso, el profesionista la guió, asesoró y acompañó cuando ella se encontraba en la incertidumbre. Además, para su sorpresa, su familia también la apoyó.
Por eso es consciente de la fuerza y el poder de las redes de apoyo y acompañamiento para las mujeres que viven con VIH. En el actual contexto de la “post pandemia” de Covid-19, urgió a que se retomen esos vínculos.
“Esos apoyos puntuales de grupos de apoyo es necesario tenerlos porque no podemos seguir aisladas. Esta pandemia nos encerró y aisló, y es sumamente necesario seguir hablando de todos los problemas que afectan la salud de las mujeres. En estos dos años de encierro nos extrañamos y hacemos falta, sobre todo porque había mujeres organizadas realizando distintos procesos que se deberían retomar”, puntualizó.
En Latinoamérica no se ha garantizado la verdadera calidad de vida de las adultas mayores, porque todavía no se les atiende sus propias necesidades desde el punto de vista de las mujeres mayores, reconoció Cano. Pero eso no niega los avances que se han logrado hasta ahora, ni que existan grandes posibilidades de mejorar.
Mujeres como la enfermera, periodista comunitaria e integrante de ICW Latina capítulo República Dominicana, Miranda Suero, piensan así. Ella tiene 49 años y lleva 24 viviendo con el virus. Se enteró en marzo de 1999, cuando tenía 25 años y se realizó estudios antes de someterse a una cirugía para extirparse la vesícula.
En aquel tiempo no había acceso a antirretrovirales en su país, pues el Estado no asumía la compra. “En ese momento, tener ese diagnóstico era sinónimo de preparar tu funeral. Yo pensaba que era imposible llegar a la tercera edad. Mi preocupación era mi hija que apenas tenía tres meses en ese tiempo, pensaba que no iba a verla crecer. Ahora mi perspectiva ha cambiado. La esperanza de vida para todas, si nos cuidamos y tenemos acceso a medicamentos, es igual a la de una persona promedio”, agregó.
Ahora Miranda tiene fe en el futuro y pretende seguir exigiendo a las autoridades latinoamericanas que escuchen las voces de las mujeres que viven con VIH, hasta implementar políticas públicas adecuadas para garantizar la vida digna de las adultas mayores que adquirieron el virus: programas de prevención que pongan el foco en ese sector de la población, atención médica adecuada, eliminación de la discriminación por edad y por vivir con VIH, entre otros puntos.
Mientras tanto, brindó un consejo a quienes sospechan que adquirieron el virus: armarse de valor y hacerse una prueba. Siempre será mejor conocer el diagnóstico de manera oportuna para minimizar los daños al cuerpo y evitar la transmisión.
¿Y para quienes, como ella, ya fueron diagnosticadas y están por entrar a la vejez? Deben empoderarse, articular redes y conocer a otras mujeres en la misma situación para aprender, porque “los médicos, las médicas y las campañas que andan por ahí no tienen las perspectivas claras a futuro como nosotras mismas”.
*El nombre fue cambiado para salvaguardar la identidad de la persona.
** Este contenido es realizado por Volcánicas e ICW con el apoyo del proyecto ALEPPC y poblaciones clave.
Importante a oportunidade em nos dar voz e visibilidade para o tema.
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