Por Valentina Montoya Robledo
“A mí no me gustaría ser rica”, me dijo Belén, la trabajadora doméstica de mi casa con toda la convicción del caso. Intrigada, le pregunté por qué y ella respondió: “Porque en las casas de los ricos en las que yo trabajo se preocupan por muchas pendejadas”. Me lo dijo ella, con la claridad de quien sabe lo que es pasar por toda clase de situaciones, desde el desplazamiento forzado y la violencia doméstica, hasta recorridos interminables y humillaciones a manos de sus patrones. Ella, que no ha podido darse el lujo de preocuparse por nada distinto a la supervivencia , es una de las mujeres más fuertes y poderosas que he conocido, y todos los días me recuerda el valor de pararse una y otra vez. Ella me enseñó cómo salir de una relación violenta sin chistar y su respuesta ha hecho eco en mi cabeza durante todos los años que llevo luchando con las trabajadoras domésticas por sus derechos, porque la vida me ha demostrado que, en gran parte, ella siempre ha tenido la razón. Las trabajadoras domésticas han pasado por situaciones inhumanas y es hora de que las pongamos en el centro de la lucha feminista.
Aunque siento vergüenza de reconocerlo, cierta lástima y compasión me llevaron en un primer momento a embarcarme en esta causa, hace más de diez años. Digo vergüenza, porque un hálito de la caridad cristiana con la que crecí rodeó este primer paso. Recuerdo sentir mucha angustia por la falta de derechos de esta población, por las condiciones infrahumanas en las que trabajaban, por sus cuartos pequeños, que también servían de bodega en las casas, por verlas limpiando pisos y paredes sin ningún tipo de reconocimiento, y muchas veces recibiendo tratos despectivos y humillantes. Yo creí que podría salvarlas, pero fue al revés. Siempre es al revés.
Yo, una mujer feminista y educada, me sentía absolutamente fuerte y poderosa en comparación con las trabajadoras domésticas. Yo había estudiado Derecho, tenía todas las oportunidades del caso, era inteligente y había viajado por el mundo. Aunque sabía que el patriarcado nos afecta a todas, de alguna manera me sentía un poco por fuera de él. Decía cosas como “Yo soy feminista no por mí, sino por las mujeres que de verdad lo necesitan”. Como si ese gran monstruo opresor lo fuera para otras y no para mí. Y desde ese pedestal empecé a trabajar por y con las trabajadoras domésticas, primero investigando la desprotección de las leyes migratorias hacia quienes hacían parte de cadenas de cuidado internacional, y luego enfocándome en sus derechos laborales y su movilidad en las ciudades.
Pero con el paso de los años, empecé a bajarme de mi arrogante pedestal y empecé a oír, empecé a aprender. Recuerdo estar sentada en un auditorio de la Universidad de Harvard, tras haber acabado de presentar a Maria Roa, presidenta del sindicato de trabajadoras domésticas UTRASD (Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico), como participante de un panel de mujeres y trabajo en una conferencia de construcción de paz. Se me eriza la piel al recordar su discurso de dignidad y haber visto cómo en ese escenario fue una protagonista y no una víctima. Hizo afirmaciones sobre la sororidad y la capacidad de lucha privada y pública que demuestran el impacto de su trabajo y su voluntad de incidencia política:
Somos mujeres trabajadoras las que integramos hoy procesos en los cuales se reconstruye el tejido social. Somos las trabajadoras de lo doméstico las que en nuestras apuestas individuales y colectivas hemos optado por un camino, por una ruta en la que sean posibles nuestros sueños de un país libre de guerras, miedos y violencias.
Tiempo después, estaba sentada en un salón amplio de la Escuela Nacional Sindical en el centro de Medellín con un grupo de trabajadoras domésticas sindicalizadas. Nunca olvidaré cómo conversaban, algunas con lágrimas en los ojos, sobre la empleadora que no les daba un cogeollas porque “las negras no se queman” y sobre el abuso sexual rampante del que eran víctimas en las casas en donde trabajaban. Luego se levantaron durante el receso y empezaron a cantar y a mover sus cuerpos al son de sus voces, con una cadencia y una energía desconocida para mí. Recuerdo también sus burlas, porque mis caderas no tenían el mismo ritmo, y que terminé riéndome de mí misma, segura al lado de ellas. Aprendí ese día que el arte es sanador y que, para muchas mujeres, derrumbarse sencillamente no es una opción.
No puedo olvidar tampoco a Reinalda, la protagonista del documental Invisible, una pieza que dirijo sobre la movilidad de las trabajadoras domésticas en América Latina. Una movilidad que tiene los recorridos más largos de todas las ocupaciones, caracterizada por sus altos costos y una constante violencia racial y de género. En ciudades como Bogotá (Colombia) y Sao Paulo (Brasil), tardan hasta seis horas diarias en el transporte público. En esa mirada, y en su propia voz, están las palabras de alguien que se ha sobrepuesto al secuestro por parte de paramilitares, al desplazamiento y al racismo estructural, y que se siente orgullosa de ser una trabajadora doméstica. Como una verdadera faraona, se ha tenido que parar en el sindicato del cual hace parte cuando algo no le parece y dice sin pelos en la lengua lo que considera correcto. Ella me enseñó qué significa amar el trabajo y el valor de sentirse orgullosa de sí misma, independientemente del origen o del color de la piel, o de lo dura que haya sido la vida. Ella me enseñó a aprender sin tregua y a poner límites, incluso si eso significa que nos quieran y acepten menos.
Lo que empezó como un ejercicio de compasión, desde el pedestal del feminismo blanco y privilegiado en el que me formé, solo ha servido para mostrarme que la fuerza está con ellas y es momento de reconocerlas. He entendido que una parte importante de nuestra lucha feminista debe fundamentarse en los aprendizajes de sus experiencias y para eso es crucial escucharlas, porque sus historias y sus luchas merecen ser contadas. Ellas son las descendientes de las esclavas domésticas. Las que se han visto obligadas a venir del campo a la ciudad entendiendo muy poco de estos sistemas urbanos y han tenido que sacar a sus hijos adelante, muchas veces solas. Las que se despiertan a las tres de la mañana a dejar la casa arreglada y luego atraviesan la ciudad entera para hacer por nosotros lo que la sociedad les asignó a las mujeres.
Muchas veces he visto a otras mujeres de mi entorno despreciando a las trabajadoras domésticas. Dejando “trampitas” escondidas para ver si caen y demuestran una vez más que “todas son ladronas”. Alegándoles porque la casa no está absolutamente impecable o porque no plancharon suficientemente rápido. También he visto cómo hablan entre ellas criticando cada movimiento de “la muchacha” o echándose flores porque “su muchacha es como de la familia”. Y las he oído despotricando porque no llegaron a las siete en punto, sin considerar por un instante que los sistemas de transporte son deficientes y que ellas tuvieron que salir de sus casas, incluso en la oscuridad de la madrugada, para poder llegar a tiempo a encargarse del desayuno de una familia que no es la suya.
Me pregunto, ¿qué pasaría si cambiamos la mirada con la que juzgamos a esas mujeres que llegan temprano a nuestras casas a tender nuestra cama y lavar nuestro baño? ¿Qué pasaría si nos detuviéramos un minuto a escucharlas hablar de su sabiduría experiencial? ¿Cómo se sienten? ¿Qué opinan del trabajo que hacen? ¿Qué buscan y qué quieren para sus vidas? Me encantaría que reconociéramos que gracias a ellas podemos dedicarnos a lo que nos gusta, a trabajar en lo que escogimos, a despertarnos un poco más tarde y no tener que lavar una montaña de platos. Que en ellas está la aliada que muchas veces no encontramos en nuestras parejas, cuando queremos repartirnos todo ese trabajo de cuidado invisible que nos corresponde solo por haber nacido con una vagina entre las piernas; trabajo no remunerado que aumentó su intensidad exponencialmente durante la pandemia. Pero debemos hacer más que reconocerlas: debemos pagarles un salario justo y tratarlas de manera digna.
Se trata de empezar a humanizarlas. Por eso debemos reconocer que ellas no son “parte de la familia” sobre todo porque ellas ya tienen su propia familia y no pueden ni deben convertirse en las madres de nuestros hijos. Esa no es su responsabilidad. Como una de ellas me decía: “No entiendo cómo soy parte de la familia si no me dan carne como a sus hijos y me sirven en un plato de plástico”. Tampoco son una obra de caridad a la que le regalamos el colchón viejo y los zapatos que no nos queremos poner, sino sujetos de derechos y prestaciones sociales como cualquier otro trabajador. Ellas tampoco son nuestras esclavas, ni seres omnipresentes que deben responder a todos nuestros caprichos. Ellas deben tener horarios claros y limitados, así como labores específicas. Y muy importante, un buen sistema de transporte para poder ir a cumplir su trabajo.Por esta razón, y porque cada día que me despierto son Belén y Reinalda y María y Rosi las que me enseñan y me inspiran, decidí emprender el proyecto transmedia Invisible Commutes junto a Andrés González y Daniel Gómez. Este proyecto, que incluye el documental Invisible, es un esfuerzo por reconocer y darle voz a las más de diecisiete millones de trabajadoras domésticas en América Latina que tienen las peores condiciones de movilidad en nuestras ciudades. Es un lugar para que ellas se expresen, desde su experiencia y su forma de ver la vida, y para que las escuchemos, las entendamos, nos conectemos, y podamos apoyar sus historias con nuestras donaciones. Ellas, que han sido poco reconocidas en nuestros hogares, pero sobre todo en nuestras ciudades y nuestros sistemas de transporte, son quienes sostienen la sociedad entera. Ellas merecen que pongamos nuestros ojos y nuestros oídos a su servicio. Merecen un espacio para alzar sus voces y como cualquier otro ser humano, dejar de vivir en la invisibilidad.