Por Catalina Ruiz-Navarro
Decir que las brujas fueron las primeras feministas es, por supuesto, una interpretación histórica. En el apogeo de las cacerías de brujas en Europa y América el feminismo aún no existía, pero no se pueden entender a las luchas antipatriarcales, ni anticapitalistas, ni antirracistas sin este precedente. Con la cacería de brujas comenzó también el feminismo.
En su clásico El Caliban y la Bruja, Silvia Federici explica cómo el genocidio de mujeres que se dió con las cacerías de brujas fue el resultado de un proyecto totalmente racional, y muy exitoso, llevado a cabo en la ilustración para reconstruir el rol de las mujeres en la sociedad y dejarlas al servicio de los hombres y del capital: “La caza de brujas fue una guerra contra las mujeres, fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron la brujas en donde se forjaron los ideales burgueses de la feminidad y domesticidad”. Estas son fuertes declaraciones, pero el trabajo de investigación histórica y económica llevada a cabo por Federici sobre dicha persecución, se ha convertido en un mito fundacional para las feministas.
La luz de las hogueras
Federici usa la palabra genocidio para que dimensionamos los efectos de las cacerías, pues se calcula que el número de mujeres asesinadas se aproxima al del holocausto judío. Federici cita a Anne L. Barstow, una historiadora que a partir de su trabajo de archivo justifica que aproximadamente 200.000 mujeres fueron acusadas de brujería en un lapso de tres siglos, de las que una cantidad menor fueron asesinadas. Muchas se suicidaban en prisión y otras murieron en los calabozos por las torturas. Tomando en cuenta, además, las mujeres que fueron linchadas, Barstow concluye que al menos 100.000 mujeres fueron asesinadas y añade que las mujeres que escaparon fueron “arruinadas de por vida” ya que, una vez acusadas, “la sospecha y la hostilidad las perseguiría hasta la tumba”.
¿Cómo fue posible que se asesinara a tantas mujeres -y personas trans y no binarias- de forma progresiva, sistemática y simultánea en tantos países? ¿Cómo pudo llegar la humanidad a semejante horror? Tenemos una leve idea de que las cacerías de brujas vinieron de histerias colectivas en sociedades muy supersticiosas sumidas en el oscurantismo de la Edad Media. Nos parece, hoy, que las cacerías de brujas fueron un fenómeno totalmente emocional, que tal vez habría podido frenarse con un poco de racionalidad y una pizca de método científico. Creemos que la persecución masiva a tantas mujeres tuvo que ser cosa del oscurantismo de la edad media, superado con la salida colectiva del pensamiento mágico al llegar la ilustración. Pero, miradas juiciosas a la historia de la cacería de brujas, como la de la académica feminista Silvia Federici, muestran que todas estas intuiciones están equivocadas: “Es bien sabido que la “supersticiosa” Edad Media no persiguió a ninguna bruja; el mero concepto de brujería no cobró forma hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y ejecuciones masivas durante los “años oscuros” a pesar del hecho de que la magia impregnara la vida cotidiana y de que, desde el imperio Romano tardío, había sido temida por la clase dominante como herramienta de insubordinación de los esclavos”.
Fue en la era de la luz y la razón cuando empezaron las cacerías: “En la Europa de la Edad de la Razón, a las mujeres acusadas de “regañonas” se les ponían bozales como a los perros y eran paseadas por las calles; las prostitutas eran azotadas o enjauladas y sometidas a simulacros de ahogamientos, mientras se instauraba la pena de muerte para las mujeres condenadas al adulterio”. Es decir que, con el “Reino de la Razón”, la violencia contra las mujeres se hizo más cruel y política porque buscaba “enviar un mensaje” a toda la sociedad sobre cuál era el nuevo lugar de las mujeres. La Razón de los hombres no nos salvó de la persecución. Al contrario. Parece que la luz de la Ilustración daba origen a las hogueras.
Fueron los grandes hombres fundadores del pensamiento ilustrado, esos tan admirados por los intelectuales liberales de hoy, los primeros en justificar la cacería de brujas: “En su trabajo los hombres de la ley contaron con la cooperación de los intelectuales de mayor prestigio de la época, incluidos filósofos y hombres de ciencia que aún hoy son elogiados como los padres del racionalismo moderno. Entre ellos estaba el teórico político inglés Thomas Hobbes quien, a pesar de su escepticismo sobre la existencia de la brujería, aprobó la persecución como forma de control social. Enemigo feroz de las brujas -obsesivo en su odio hacia ellas y en sus llamamientos a un baño de sangre- fue también Jean Bodin, el famoso abogado y teórico político francés, a quien el historiador Trevor Roper llama el Aristóteles y el Montesquieu del siglo XVI. Tenía un libro llamado Demonia en el que insistió en que las brujas debían ser quemadas vivas, en lugar de ser misericordiosamente estranguladas antes de ser arrojadas a las llamas; que debían ser cauterizadas, así su carne se pudría antes de morir; y que sus hijos también debían ser quemados”.
Da muchísimo coraje enterarse de las andanzas de los señoros del pasado, especialmente cuando vemos que los señoros del presente – los hombres blancos educados con poder intelectual- se están apropiando de la figura de la cacería de brujas para presentarse a sí mismos como víctimas de las mujeres que denuncian violencia sexual. Lo hacen porque la historia escrita por los hombres logró vaciar las cacerías de brujas de toda implicación política, enmarcándolas como un efecto del “fanatismo religioso” y no del patriarcado. Las cacerías de brujas llegaron a su fin hacia finales del siglo XVII, no gracias a “la visión del mundo ilustrado”, sino porque el nuevo sistema capitalista ya estaba impuesto y la clase dominante se sentía segura en su poder: “Cuando la cacería llega a su fin la creencia de la brujería puede incluso convertirse en algo ridículo, depreciada como superstición y borrada pronto de la memoria como sucede hoy en día”, dice Federici.
Aquelarre anticapitalista
Pero, ¿por qué, en plena era de las luces, los adalides de la razón persiguieron a las mujeres llamándolas brujas? ¿Qué motivó ese violento proyecto político de subordinar a las mujeres? Para Federici las motivaciones fueron políticas y económicas.
Según Federici, tanto las cacerías de brujas como la trata de esclavos y la conquista de América, fueron claves para instaurar el modelo capitalista. Sin machismo, racismo y colonialismo no habría capitalismo. La subordinación de las mujeres y el control de la reproducción y la explotación de los trabajos de cuidado son claves para que funcione el sistema. Las cacerías de brujas destruyeron familias. Acabaron con el tejido social y anunciaron las pautas de lo que en adelante sería el “buen comportamiento”. Todo esto era necesario para debilitar la resistencia del pueblo, pues el sistema capitalista era un “sapo difícil de tragar” y sus consecuencias “la destrucción de la tenencia comunal de la tierra; el empobrecimiento masivo y la inanición y la creación en la población de un proletariado sin tierra, empezando por las mujeres más mayores”, fueron y siguen siendo devastadoras.
El sistema capitalista depende del trabajo reproductivo de las mujeres y personas con capacidad gestante por múltiples razones. Una es el invento de la propiedad privada y una pregunta clave sobre la acumulación de capital: ¿quién hereda? Así que el capitalismo trajo consigo una nueva ansiedad por la determinación de la paternidad, que hizo imprescindible controlar la sexualidad de las mujeres.
Otra razón, es que se necesita mano de obra barata para trabajar el capital. Esto significa no solo la necesidad de controlar los medios de producción, sino también los medios de reproducción de seres humanos porque, si las mujeres no parimos, sencillamente no hay trabajadorxs. De acuerdo con Federici, esto significó ampliar “el control del Estado sobre el cuerpo de las mujeres, al criminalizar el control que estas ejercían sobre su capacidad reproductiva y su sexualidad (las parteras y las ancianas fueron las primeras sospechosas)”. También implicaba devaluar, hasta el punto de invisibilizar y privatizar totalmente, el trabajo reproductivo, de tal forma que no se notara la explotación.
La maternidad como una forma de trabajo forzado, y no reconocido, se hizo necesaria para un sistema de producción más preocupado por la acumulación y la reproducción de las fuerzas de trabajo que por la dignidad de la vida de los y las trabajadoras. Esta promoción estatal del crecimiento poblacional no debe ser interpretada jamás como una “promoción de la vida”, pues es todo lo contrario: una política de destrucción de la vida, característica del modelo capitalista que concibe a los seres humanos como recursos naturales. Dice Federici que “en un sistema donde la vida está subordinada a la producción de ganancias, la acumulación de fuerza de trabajo sólo puede lograrse con el máximo de violencia”.
Con la llegada del mercantilismo llegó la idea de que una gran población era la clave del poder, y de la prosperidad de una nación, y que se debía medir en número de soldados y trabajadores. El aumento poblacional también era (y es) clave para tener mano de obra barata y, en el caso de la esclavitud, aumentar el número de esclavos. No es una sorpresa entonces que estas políticas de promoción de la natalidad comenzarán al tiempo que los primeros barcos portugueses salían de África con los primeros cargamentos de esclavos. La familia nuclear también se impuso como modelo social porque aseguraba “la transmisión de la propiedad privada y la reproducción de la fuerza de trabajo”.
Brujas aborteras
Dado ese nuevo órden social, el aborto se convirtió en un problema. Un crimen. Se convirtieron en pecado todas las prácticas de autonomía reproductiva de las mujeres, desde la anticoncepción hasta el aborto. Así que en el saco de las brujas entraron todas las curanderas y parteras que ayudaban a las mujeres con estas prácticas y todas aquellas que buscaran algo de libertad reproductiva. La anticoncepción, el aborto y el infanticidio, que eran prácticas tratadas con cierta indulgencia entre las mujeres pobres de la Edad Media, de repente empezaron a ser castigadas con penas mucho más severas. Fue el comienzo de las políticas estatales de promoción de la natalidad.
En Nuremberg, por ejemplo, la pena por infanticidio era el ahogamiento y, en 1580, tres mujeres fueron clavadas en el caldazo para que las contemplara el pueblo. Federici informa que “también se adoptaron nuevas forma de vigilancia para asegurar que las mujeres no terminaran sus embarazos. En Francia, un edicto real de 1556 requería que las mujeres mostrasen cada embarazo y sentenciaba a muerte a aquellas cuyos bebés morían antes del bautismo, después de un parto a escondidas, sin que importase que se las considerase inocentes o culpables de su muerte. Estatutos similares aprobaron en Inglaterra y Escocia en 1624 y 1690. También se creó un sistema de espías con el fin de vigilar a las madres solteras y privarlas de cualquier apoyo. Incluso hospedar a una mujer embarazada soltera era ilegal, por temor a que pudieran escapar de la vigilancia pública”.
Antes de que las feministas defendiéramos el derecho a decidir, estaban las brujas aborteras. Según Federici, la asociación entre anticoncepción, aborto y brujería apareció por primera vez en la bula de Inocencio VIII en 1484. El Malleus Maleficarum, conocido también como El Martillo de las Brujas, manual de los inquisidores, le dedicó un capítulo entero a declarar que las mujeres que “ayudaban a la madre a destruir el fruto de su vientre” eran las enviadas directas del demonio. Las curanderas de los pueblos fueron perseguidas “por brujas” y de esta manera se expropió a las mujeres de su saber acumulado por generaciones sobre hierbas y medios curativos y esta expulsión de las mujeres como curanderas sirvió para que los médicos profesionales, y hombres, las reemplazaran creando de paso barreras de acceso para los servicios de salud.
Hoy tenemos otros métodos para la anticoncepción, y tenemos los abortos voluntarios, y frente a los avances médicos las “pócimas de las brujas” resultan inseguras. Pero el hecho de que las recetas de muchos de estos brebajes se conozcan hoy en día es prueba de la resistencia para garantizar nuestros derechos y de como, a pesar de la persecución, lograron pasar su conocimiento a través de la tradición oral hasta la actualidad.
Para Federici, la llegada de los doctores hombres profesionales a las salas de parto “proviene más de los miedos de las autoridades al infanticidio, que de cualquier otra preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas. Con la marginación de la partera, comenzó un proceso por el cual las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procreación, reducidas a un papel pasivo en el parto, mientras los médicos hombres comenzaron a ser considerados como verdaderos “dadores de vida”. Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica médica que, en caso de emergencia, prioriza la vida del feto sobre la de la madre.”
Esta era una política de Estado que se mantiene hasta hoy. Latinoamérica es la región del mundo con leyes más restrictivas en cuanto al derecho al aborto y esto conduce a la maternidad forzada que, en términos de Federici, es una forma de trabajo forzado que pone a las mujeres en contra de su propio cuerpo de una manera “más profunda que la experimentada por cualquier otro trabajador. Nadie puede describir en realidad la angustia y desesperación sufrida por la mujer al ver su cuerpo convertido en su enemigo, tal y como debe ocurrir en el caso de un embarazo no deseado”.
Chicas malas
Federici hace dos preguntas claves: ¿quiénes acusaban y quiénes eran las acusadas? Y frente a estas preguntas se encontró con un problema de clase, pues la mayoría de las acusadas eran mujeres campesinas pobres y los acusadores eran personas ricas y prestigiosas. Muchas de las mujeres pobres y rurales de Inglaterra, que mendigaban o robaban comida, empezaron a ser acusadas de brujas. Ellas estaban protestando porque el nuevo sistema económico se las había llevado entre las patas. Las campesinas que hacían parte de la lucha en contra el poder feudal eran bravas, estaban organizadas y no tenían nada de la fragilidad que luego se asociaría con lo femenino: ”Las descripciones de las brujas nos recuerdan a las mujeres tal y como eran representadas en las modalidades teatrales y en los fabliaux: listas para tomar la iniciativa, tan agresivas y vigorosas como los hombres que usaban ropas masculinas o montaban con orgullo sobre la espalda de sus maridos, empuñando un látigo”.
La categoría de clase en las cacerías de brujas se hizo menos evidente a medida que avanzó la persecución. La desconfianza entre la población aumentó y las acusaciones se empezaron a hacer por otro tipo de motivos, como el ajuste de cuentas personales o el simple castigo social a cualquiera que no se acogiera públicamente a las nuevas normas sociales. La cacería de brujas terminó por convertirse en un espectáculo biopolítico para reinventar e imponer el rol social de las mujeres y sirvió como advertencia de castigo, que se mantiene hasta el día de hoy, para las mujeres que desafían las imposturas de género.
Para el avance de la persecución fue clave también la invención de la imprenta, es decir, se usó propaganda multimedia: “Una de las primeras tareas de la imprenta fue alertar al público sobre lo peligros que suponían las brujas a través de panfletos que publicitan los juicios más famosos y los detalles de sus hechos más atroces”, narra Federici. Los resultados de esta empresa propagandística siguen vigentes en la idea que tenemos sobre las brujas hasta el día de hoy.
Las historias de tortura durante la inquisición se mantienen en nuestra cultura popular, en parte gracias al morbo. El Maellus Maleficarum era explícito en sus detalles al punto de parecer un manual de tortura sexual. El Martillo de las brujas era un libro que detallaba torturas misóginas en los cuerpos de las mujeres, torturas que son usadas en la actualidad, tanto por los asesinos seriales de la ficción como por los feminicidas de la vida real.
Explica Federici que el Malleus pedía que las acusadas fueran desnudadas y afeitadas (decían que el demonio se escondía entre los cabellos) y luego eran maltratadas y penetradas con agujas supuestamente buscando “la marca del diablo”. Si con todo este ritual de tortura no confesaban “sus miembros eran arrancados, eran sentadas en sillas de hierro bajo las cuales se encendía fuego; sus huesos eran quebrados y, cuando eran colgadas o quemadas, se tenía cuidado de que la lección, que había que aprender sobre su final, fuera realmente “escuchada”. La ejecución era un importante evento público que todos los miembros de la comunidad debían presenciar, incluidos los hijos de las brujas, especialmente sus hijas que, en algunos casos, eran azotadas frente a la hoguera en donde su madre estaba ardiendo viva”. Es decir: todos estos castigos tenían particularidades de género y eran una advertencia para todas las mujeres sobre qué comportamientos estaban permitidos y cómo serían castigadas las que no se sometieron al nuevo orden social.
Uno podría argumentar que el género de ficción, que tanto gusta hoy en día, de hombres, blancos, misóginos, voyeurs y asesinos en serie, nació con las torturas de la inquisición. Dice Federici que había además un gusto perverso por obligar a las acusadas a contar sus experiencias sexuales con todos los detalles, sin importar si eran niñas o viejas y, luego de que los inquisidores saciaran su morbo, las castigaban enviando el mensaje de que para las mujeres el sexo no era algo erótico que pudiéramos disfrutar, sino un trabajo (más) a realizar: “Fue en cambio el primer paso de una larga marcha hacia el sexo limpio entre sábanas limpias y la transformación de la actividad sexual femenina en un trabajo al servicio de los hombres y la procreación. En este proceso fue fundamental la prohibición, por antisociales y demoníacas de todas las formas no productivas, no procreativas de la sexualidad femenina. La repulsión que la sexualidad no procreativa estaba comenzando a inspirar, está bien expresada por el mito de la vieja bruja, volando en una escoba que, como los animales que también montaba (cabras, yeguas, perros), era una proyección de un pene extendido, símbolo de la lujuria desenfrenada. Esta imaginería revela una nueva disciplina sexual que negaba a la “vieja fea” que ya no era fértil, el derecho a una vida sexual”. Es decir, en la cacería de brujas se construyeron muchas de las prácticas misóginas de hoy en día, incluída esta idea de que las mujeres “caducan” cuando no quieren (o no pueden) quedar embarazadas, hasta la idea de que las mujeres que disfrutan y toman control de su sexualidad son “brujas” anti-sociales y peligrosas.
A medida que fue avanzando la Ilustración, el imaginario sobre las brujas cambió poco a poco. Las mujeres poderosas y temidas se fueron convirtiendo en “sirvientas del Diablo” quien se decía era “su dueño y amo, proxeneta y marido”. De esta manera, incluso las mujeres rebeldes estaban sometidas a un hombre, estableciendo así la supremacía masculina.
A partir de la cacería de brujas se logró destruir la gran mayoría de fuentes de poder de las mujeres en el Medioevo y se impuso un nuevo modelo de feminidad: “la mujer y esposa ideal -casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras, y siempre ocupada con sus tareas”. De esta manera, se dio el paso de la mujer ingobernable a la mansa dama doméstica, un modelo de feminidad que sigue estando vigente para las mujeres urbanas blanco-mestizas de hoy: “Mientras en la época de la caza de brujas las mujeres habían sido retratadas como seres salvajes mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas, incapaces de controlarse a sí mismas, a finales del siglo XVIII el canon se había revertido. Las mujeres eran ahora retratadas como seres pasivos, asexuados, más obedientes y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer influencia positiva sobre ellos”.
A las feministas nos encantan las brujas
Hay algo en las brujas -las reales y las ficticias- que nos fascina a muchas feministas, incluso desde antes de asumir la postura política del movimiento. Cuando era niña me encantaban esas mujeres con poder propio y que vivían sus vidas en abierto desafío al status quo. Al crecer, esa fantasía de niña se aterrizó en ser feminista.
Cuando las feministas decimos que “somos las hijas de las brujas que no pudieron quemar”, estamos estableciendo un linaje con esas mujeres que fueron tildadas de brujas por defender causas que nos parecen admirables y que, aún hoy, defendemos. Las invocamos por respeto a los saberes construidos por las mujeres; por afinidad con las diversas formas de brujería como práctica espiritual; porque las vemos como símbolos de la lucha por los derechos sexuales y reproductivos; como símbolo de la lucha antirracista (pues cuando la inquisición se exportó fuera de Europa, fueron las mujeres racializadas a quienes que tildaron de brujas); porque fueron luchadoras de la comunidad LGBTIQ+ (también llamaron “brujas” a las personas trans y no binarias y a todas las mujeres que no se conformaban con una feminidad doméstica y heterosis); porque somos críticas de la propiedad privada y el sistema capitalista; porque queremos resistirnos a ese ideal de mujer que se instauró con la cacería de brujas y porque queremos reivindicar la memoria de todas las mujeres que murieron -y siguen muriendo- por desafiar el poder. Todas estas razones se resumen en una cosa: las brujas fueron las primeras víctimas en la resistencia de la lucha anticapitalista y antipatriarcal. Por eso decimos que fueron las primeras feministas.
Comentarios
One thought on “Las brujas fueron las primeras feministas”