Nací en el año de 1986. En esa época algunas familias teníamos en nuestros hogares un electrodoméstico que la mayoría de nosotras ya no recordamos o, sencillamente, nunca conocimos. El rebobinador se utilizaba para llevar de nuevo al inicio las películas, primero en formato BetaMax y luego las de VHS que surgieron ya a mediados de los años 90.
Era un aparato rectangular y bastante ruidoso que emitía desafinadas notas musicales cuando culminaba su misión. Ahí se sabía que la película estaba lista para pasarla al beta y reproducirla. Las familias más prestantes, o con parientes en el exterior, ostentaban unos rebobinadores con forma de automóvil convertible o, incluso, de robot. El de mi casa era normalito y, de hecho, todavía anda por ahí en el cuarto de San Alejo, ya sin nadie que requiera de sus modestos servicios ante la llegada de los DVD y ahora de plataformas digitales como Netflix y Disney+.
Yo quisiera proponerles que rebobinemos la película. Que hagamos uso de nuestro rebobinador mental y nos devolvamos unos 30 años en el tiempo. El objetivo de este ejercicio es intentar entender cuál fue nuestra relación con las películas de Walt Disney, las Barbies, las ilustraciones de nuestros libros escolares y otros referentes de identidad que, estoy segura, condicionaron una buena parte de lo que llegamos a pensar cuando éramos niñas y, por ende, gran parte de lo que somos ahora.
Ubiquemos en el año de 1989, en el cual uno de los más grandes éxitos en la historia de Walt Disney llegaba a las salas de cine del planeta entero y, posteriormente, a millones de hogares cuando la cinta estuvo disponible en formato BetaMax. Yo tenía tres años y mi hermana mayor tenía 7. Éramos dos niñas afrobogotanas y vivíamos con nuestros padres en el barrio Modelia de la ciudad de Bogotá. No recuerdo que en nuestro conjunto residencial hubiera otras familias afro. No porque en Bogotá no hubiera afrodescendientes, sino porque estaban concentrados en los barrios periféricos de la ciudad. Recuerdo muy bien que solíamos discutir porque a ninguna de las dos le gustaba poner los videocasetes a rebobinar, pero era indispensable si queríamos ver por enésima vez La Sirenita.
Nosotras amábamos esa historia. Nos sabíamos todas las canciones, todos los personajes y todos los diálogos. La repetíamos de noche y de día y fantaseábamos imaginando cómo sería vivir “Bajo el Mar”. Cómo olvidar esa pegajosa canción que cantaba el cangrejo Sebastián en compañía de otros crustáceos y peces de todos los colores mientras promovía las reglas impuestas por el rey Tritón, según las cuales estaba prohibido subir a la superficie y tener contacto alguno con el reino humano.
La protagonista de la cinta era la princesa Ariel. Una joven sirena de unos 16 años, que era la menor de varias hermanas, y la que tenía mayores talentos para la música y el canto. Mi hermana y yo solíamos imitar una escena en la que Ariel y sus hermanas presentaban un show musical frente a su padre. Eran, por lo menos, ocho sirenas diferentes entre sí. Unas rubias, otras de cabello castaño, otras de cabello negro. Ellas representaban diferentes versiones de la belleza euro centrada en una pretensión de diversidad que, para la época, no tenía nada de malo. Sin embargo hoy, cuando ya han pasado al menos 32 años desde ese momento, rebobino el casete y no puedo evitar darme cuenta de que algo no estaba bien ahí.
Es verdad que mi hermana y yo nos divertíamos viendo la película, nos reíamos al representar sus escenas más graciosas y pasábamos buenos momentos bailando y cantando sus canciones. Es verdad que la historia de una sirena que se enamora de un hombre humano constituye una simple fantasía y en ese momento pensábamos que no le hacía daño a nadie. Pero también es cierto que, si analizamos esa misma realidad desde los elementos que el feminismo interseccional nos ha brindado hoy, y si somos capaces de ponernos en los zapatos de las niñas que, como mi hermana y como yo, nunca nos vimos representadas en una de estas famosísimas películas, el daño se hizo y se hizo bien hecho.
¿Cómo es posible que de las ocho hermanas de Ariel, ninguna tuviera el cabello rizado, ni la piel oscura ni una talla diferente a la que, se supone, tiene las sirenas? ¿Qué hubiera pasado si nuestra generación hubiera crecido viendo diferentes modelos de belleza, diferentes tipos de cuerpo, diferentes colores de piel y diferentes texturas de cabello en películas como La Sirenita?
Por supuesto no intento decir que una película de Walt Disney es la culpable de que exista el racismo. El racismo se lo inventaron los europeos esclavistas a principios del siglo XVI cuando decidieron esclavizar a los africanos e inventar, sobre sus características físicas, toda una serie de atributos negativos que hoy en día están normalizados y forman parte de nuestros sistemas de creencias como sociedad.
Pero sí intento decir que películas como esa (y otras peores, como Fantasía, donde aparece una centaura negra sirviendo, peinando y besando las pezuñas de otra centaura rubia en una de las escenas más recordadas de la cinta lanzada en el año de 1940) reproducían estereotipos blancocéntricos y excluyentes que condicionaron nuestra manera de ver la belleza. Unos estereotipos según los cuales, incluso, la diversidad era sólo blanca y la belleza de las mujeres afro era algo que, sencillamente, no existía desde la representación. Y si, por casualidad, aparecía alguna referencia a las mujeres afro, esta estaba directamente relacionada con roles de subordinación o servidumbre. Dicha subordinación era la única manera en la que las personas no afro aprendían a vernos y también la única manera a través de la cual mi hermana y yo nos veíamos a nosotras mismas.
Incluso nosotras, dos niñas afrocolombianas, aprendimos que la belleza era eso que veíamos una y otra vez en películas como La Sirenita y que no se parecía a nosotras. Eso que veníamos viendo desde que nacimos en otras cintas anteriores como La Bella Durmiente, Blancanieves y los siete enanitos, Alicia en el país de las maravillas y muchas otras que, durante décadas ayudaron a forjar un concepto único del deber ser de una mujer, tanto física como social y emocionalmente.
Cabe aclarar que las películas de Walt Disney eran sólo un elemento del sistema, una pieza en el engranaje de la falta de referentes para todas aquellas mujeres que no respondiéramos al modelo de belleza hegemónicamente impuesto en esa época. Las películas de Walt Disney eran, y siguen siendo, un reflejo de la forma en que nuestras sociedades se van entendiendo a sí mismas a medida que pasan los años. Por eso quisiera que analicemos otros síntomas de la misma enfermedad, otras maneras por medio de las cuales nos obligaron a crecer viendo formas únicas de representar, por un lado la belleza, pero también la familia, la pareja y los roles de las mujeres dentro de la comunidad.
Uno de los síntomas más macabros, y también más poderosos a la hora de implantar estereotipos de belleza era, en esa época, la muñeca Barbie. Debo decir que celebro la reciente decisión de la empresa Mattel de lanzar al mercado una versión de la Barbie en honor a la periodista afroamericana Ida Wells-Barnnet (1862 – 1931), una mujer afroamericana que, a pesar de haber nacido antes de la abolición de la esclavización en Estados Unidos, fue capaz de alzar su voz en contra de los linchamientos de personas afro en el país y otras injusticias derivadas del sistema segregacionista. Una periodista destacada a nivel mundial que recibió el premio Pullitzer de manera póstuma en el año 2020, al menos un siglo después de la cúspide de su carrera.
Sin embargo estas estrategias son nuevas y, por supuesto, responden a una sociedad más crítica que, con el pasar de los años, ha reclamado posibilidades de representación para todas las niñas y no sólo para un pequeño grupo de fenotipo caucásico.
Hace 35 años (porque la Barbie lleva 62 años en el mercado) esta muñeca era siempre blanca, rubia, de cabello liso y largo y con ojos azules. Era el modelo único de la perfección, la imagen misma de la aspiración, el objeto único del deseo de las niñas del mundo. Nadie nos preguntó si nos gustaba la Barbie. Simplemente nos la impusieron porque la sociedad de la época estaba de acuerdo en que la belleza era una sola cosa que se parecía a ese juguete aparentemente inofensivo.
La Barbie cambiaba de rol todos los años: estaba la Barbie médica, la profesora, la cantante de hip hop, la embarazada. Pero además la Barbie respondía a unas jerarquías clasistas demasiado feroces. Las niñas de familias adineradas pedían de navidad, cada año, la piscina de la Barbie, luego el convertible de la Barbie y luego la casa de la Barbie. Obviamente también hacía falta el Ken, porque ninguna mujer que respondiera a este estereotipo podía realizarse como persona si no tenía a su lado un hombre bien peluqueado y formal como ese, lo que considero machista y excluyente de la posibilidad de que una mujer quiera y pueda hacer su vida sola, o acompañada, o al lado de otra mujer, o persona no binare.
De esta manera nos inocularon la idea de que las mujeres que se parecían a la Barbie podían dedicarse a lo que quisieran. Pero ¿qué pasaba con la enorme cantidad de niñas, casi una mayoría, de todo América Latina que no nos parecíamos a ella? Y déjenme aprovechar el momento para decir que si existe un grupo que pueda considerarse minoritario en Colombia ese es el de las personas blancas. Se ha dicho una y mil veces que en Colombia lo que hay es un mestizaje: una mezcla de etnias y culturas (porque recuerden que las razas no existen) que dio como resultado una sociedad pluriétnica y multicultural.
Pero yo todavía escucho y leo a un montón de personas en Colombia que se reconocen como blancas y, me disculpan que las saque del engaño, pero en Colombia gente blanca es lo que menos hay. Hay un 26% de población afro, un 5% de población indígena y el resto son personas mestizas con más o menos melanina en la piel. Por supuesto que hay personas de fenotipo ario, pero basta con mirar alrededor para saber que son una inmensa minoría.
Esto para decir que este asunto de la representación nos interesa a todas. No es un tema sólo de “las negritas” que, pobrecitas, jugaron con muñecas blancas toda la vida. Es un tema de autoconcepto colectivo. Un autoconcepto que está profundamente distorsionado por la invisibilización sistemática de las comunidades afrocolombianas tanto en los medios de comunicación como en los espacios de toma de decisiones. Espacios que han estado tradicionalmente ocupados por hombres blanco-mestizos y una que otra mujer al servicio del mismo sistema heteropatriarcal. Y, como además nos metieron a la Barbie y La Sirenita por los ojos desde pequeñas, como si fuera la única posibilidad de existencia exitosa, entonces nos creemos un país de blancos.
Y eso que no hemos abordado temas educativos muchísimo más profundos. Como la falta de referentes femeninos diversos en los libros de historia y otras herramientas educativas. Al final, mi hermana y yo, al igual de otras miles de niñas afrocolombianas de la época, veíamos películas donde no aparecía ningún personaje que se pareciera a nosotras, veíamos televisión donde sólo aparecían actores, actrices y periodistas blancos, jugábamos con Barbies y estudiábamos con libros de historia donde sólo aparecían hombres blancos europeos, en su mayoría, genocidas, esclavistas, explotadores y ladrones. Porque eso fue lo que la colonia nos vendió como “digno de admirar”. Nos vendieron una forma de ver el mundo donde se le rinde pleitesía y se le llama héroe al mismo que nos oprimió y nos expolió durante tantos siglos.
Aquí de pronto se me fue un poquito la mano con el rebobinador porque eso es, literalmente, historia patria. Pero es necesario hacer memoria de estas cosas para poder entendernos como somos hoy y comprender de dónde vienen muchos de nuestros complejos, dónde fue que perdimos algunos de nuestros potenciales olvidando lo hermosas y poderosas que somos en nuestras propia piel, en nuestra propia talla, con nuestro propio cabello y con nuestra propia historia.
Y si damos un gran salto al presente, también podemos analizar con argumentos más profundos, cuál es para nosotras la importancia de la representación y porqué nos sentimos tan felices hoy cuando vemos a nuestro país narrado desde una esquina diferente a la del narcotráfico y la guerra.
El día que me escribieron de Walt Disney para formar parte del equipo de consultores culturales para la película Encanto me sentí muy feliz. Entendí de inmediato que se abría ante mis ojos la posibilidad de devolverle a mi niña interior eso que no tuvo por allá en los años 80, eso que ni siquiera llegó a desear porque nunca le dijeron que era una opción.
Sin embargo no alcancé a dimensionar el impacto que la cinta tendría en los niños y niñas de Colombia, y del mundo entero, en términos de representación. Como consultora, justamente, en representación afro, fui la encargada de acompañar al equipo de productores y directores en el diseño de los personajes afro de la película. Principalmente Antonio Félix y Dolores: sus cabellos, sus vestidos y sus facciones estuvieron bajo mi lupa, así como la representación de regiones como el Chocó y su magnífico bosque tropical, o instrumentos como la Marimba de Chonta, típica del pacífico sur del país.
El día que le sugerí a los directores de la película que la habitación de Antonio estuviera inspirada en la selva tropical del Chocó y ellos respondieron de manera positiva, me sentí muy orgullosa del trabajo que estaba haciendo. Mi amado, invisibilizado y estigmatizado departamento estaría representado en una película de Walt Disney. Y aunque considero que la gente de la región no ha dimensionado la trascendencia de este logro, yo siento que la satisfacción del deber cumplido invade mi corazón.
También me llena de orgullo el haberles propuesto que la ropa de Dolores estuviera inspirada en el traje que usan tradicionalmente las mujeres del Palenque de Benkos Biohó. Sin duda otro de los territorios afrocolombianos más representativos, declarado patrimonio de la humanidad por parte de la UNESCO en el año 2005.
Y en cuanto a Felix, amo el hecho de haber planteado que un atuendo perfecto para él sería la guayabera que efectivamente luce a lo largo de la película. Esto, sumando a muchos otros detalles de la cultura afrocolombiana que logré aportar durante mi trabajo como consultora.
Pero, tal vez, mi mayor orgullo como integrante del equipo de Cultural Trust de Encanto fue haberle ayudado a Walt Disney a entender la importancia de representar todas las texturas de cabello en la película. Un hecho histórico que pone de manifiesto que todas las cabelleras son hermosas y merecen aparecer en las narrativas infantiles, para que los niños y niñas aprendan a valorarlos y reconocerlos.
Son doce las texturas de cabello que se describen en la tricología (ciencia que estudia el pelo humano) y doce son, también, los integrantes de la familia Madrigal. Cada uno de ellos representa un tipo de rizo, desde el 4C (que es el más crespo de todos) hasta el 1A (que es el más liso) pasando también por los cabellos ondulados y rizados. De esta manera, todas las personas que vean la película, podrán identificar un cabello parecido al suyo y eso es absolutamente poderoso en términos de identidad.
Pero más allá de mi trabajo en la cinta, creo que el hecho de que sea la diversidad de nuestro país, la diversidad de nuestra Colombia, la que está ayudando a romper estereotipos de belleza y a transformar la manera en que las mujeres somos representadas, es absolutamente conmovedor. Qué poder que el mundo esté viendo los diferentes colores de piel que hay en Colombia. Qué poder que la negritud de la que tanto hemos renegado como país, hoy esté inspirando a millones de niños afro en el mundo que se están viendo representados en Antonio, y a millones de chicas afro que se están viendo representadas en Dolores.
Y también me parece absolutamente poderoso que las chicas de talla grande puedan verse representadas en Luisa. Un personaje de la familia Madrigal que, además, representa a esa mujer trabajadora que lleva la carga de toda su familia y de toda su comunidad. Cuántas de nosotras hemos sentido que somos las llamadas a resolver los problemas de todo el mundo aunque eso nos cueste nuestra propia tranquilidad. ¿Cuántas de nosotras crecimos sufriendo por no ser tan delgadas como la Barbie o como las reinas de belleza de los concursos que salen por televisión? Luisa nos enseñó que no necesitamos ser delgadas para ser hermosas y que no por ser mujeres fuertes debemos hacernos cargo de todo, hasta de lo que no nos corresponde.
Isabela Madrigal también hizo su parte. Ella representa a la mujer a quien se le exige ser perfecta. Casarse con el hombre más guapo del barrio y tener cinco hijos para darle continuidad a la estirpe familiar. Cuántas de nosotras hemos sentido la presión de nuestras madres y abuelas que están esperando por vernos “organizadas” y embarazadas, aunque nuestro verdadero deseo sea crear cosas nuevas, diferentes y únicas, ser nosotras mismas y encontrar la madurez de nuestros dones en nuestra propia satisfacción personal.
Y ni hablar de Mirabel, la especial “no especial”, en quien no reconocemos curvas, ni nos importa siquiera que las tenga. Esa niña de gafas y cabello rizado que, hoy, está ayudando a miles de mujeres a reconciliarse con su belleza natural. A entender que ser lo que somos es lo único que realmente nos hace bellas y que no tenemos que demostrarle nada a nadie.
Incluso la Abuela Alma nos está mostrando a esa mujer colombiana cabeza de familia que perdió a su compañero por causa de la violencia y le tocó sacar adelante a sus hijos y nietos con los respectivos traumas y temores a bordo. Y así vemos cómo esta nueva película de Walt Disney es también el síntoma de algo más profundo: es el reflejo de una sociedad que por fin está reflexionando sobre la importancia de la representación, el papel de las mujeres en la sociedad, la importancia de la solidaridad y la construcción colectiva (que es lo que, al final, salva la magia de la familia Madrigal) y la ruptura de los estándares eurocentrados de belleza que antes eran la única posibilidad.
Gústenos o no el principio o el final de la película, colme o no nuestras expectativas la historia, es importante que rebobinemos, comparemos y valoricemos esta oportunidad de oro para las identidades generacionales de nuestro país. Encanto representa un verdadero mensaje positivo y realista (a pesar de tanta fantasía) sobre Colombia, pero, sobre todo, una nueva referencia de pluralidad que sólo comprendemos cuando vemos a nuestras niñas y niños sonreír frente al televisor.
Amo el estudio a profundidad sobre lo que vemos y su influencia en nuestra vida. Me sentí totalmente identificada con Isabella, no sólo por sus cualidades físicas (cabello, ojos, piel) sino también en la presión que ejerce la sociedad para que seamos perfectas, y aún peor el concepto que tienen de perfección. Tengo 16 años, y ese tipo de cosas siempre me atormentan aunque sea joven, porque no quiero satisfacer los pedidos de nadie y a veces pareciera que no hay opción. Gracias!
Mi linda Edna, yo te vi cuando eras una bebita recién nacida, recuerdo que yo estaba estudiando con tu tía Nubis, y jamás olvidaré lo hermosa y lo expresiva que representaba tu mirada, me dije que niña tan hermosa y bendecida! pues para mí no había la menor duda de que tú y tu hermanita iban a ser personas con grandes virtudes, ya que tu familia me demostró grandes valores a través de cada encuentro. Fueron 5 años en los que doy gracias a Dios, porque sin duda alguna aprendí a amar a toda tu familia, siempre vi el ejemplo a seguir en ellos y aprendí a respetar y a amar toda tu casa, hasta los vecinos y amigos que los rodeaban eran maravillosos (qué! calidad de personas) porque eran de grandes valores, y jamás los olvidaré!
Te felicito mi niña porque eres el reflejo del amor, ternura y coraje de nuestro país, y del mundo! representando lo que somos sin mascaras con la inteligencia y dulzura de tu ser.
Gracias encanto de Mujer por representarnos! Sigue adelante! 🙏❤️💯🙂