En América Latina, en términos de imagen y política, mujeres como Francia Márquez de Colombia y Manahi Pakarati de Chile, alejadas de los centros tradicionales del poder, están cambiando los códigos de imagen de un juego originariamente masculino.
En lo que se conoce como “La Gran Renuncia Masculina”, en un intento de la burguesía por dejar atrás toda la decadente vanidad de lo que la nueva clase dominante veía en la derrocada aristocracia, los hombres, para ser tomados en serio en ese nuevo mundo, quitaron todo adorno de sí mismos, dejando así el consumo conspicuo de vestuario y ornamento para sus mujeres, reflejando su éxito social a través de ellas. Y aunque los hombres ostentaban su poder a través del vestuario de las mujeres, ellas mismas no podían aspirar a ese mismo poder, mucho menos vistiéndose ostentosamente, no sin tener que moderar sus “ímpetus femeninos”, considerados débiles y frívolos. Por eso muchas mujeres en aquella época, para triunfar en profesiones “de hombres”, sencillamente tuvieron que vestirse de forma masculina (a lo George Sand) incluso haciéndose pasar por ellos.
Esta historia, contada desde las sufragistas y desde el testimonio de varias mujeres que comenzaron a aspirar a cargos públicos en el siglo pasado, la resume también perfectamente la doctora Valerie Steele, directora del Fashion Institute of Technology en su ensayo “The F- Word”. Esta historiadora, que es tal vez la más respetada y conocida en el mundo por hablar académicamente de la historia de la moda, ya había visto la decepción de sus colegas académicos hombres cuando les comentaba sobre su sujeto de estudio y cuando compartía su hipótesis de que las mujeres que querían ser respetadas debían ceñirse a esa idea de masculinidad en el traje para ser tomadas en serio. Y, por supuesto, esto se extendió a la política con los sastres de Margaret Thatcher, Angela Merkel, Condoleezza Rice y Hillary Clinton, entre otras figuras de poder.
Porque la política y su imagen, a pesar de los leves cambios que ha tenido para los hombres (Tony Blair y JFK versionaban el “político moderno y cercano” a su manera), en las mujeres ha sido un terreno aún dominado por la misoginia y, en últimas, por el modelo europeo, blanco y católico, en donde el cuerpo debe ser negado para dar primacía al intelecto. Por eso, -y aunque con disímiles gestiones- mujeres como Theresa May o la misma Cristina Kirchner fueron tan criticadas: porque en las mujeres la moda ha sido el equivalente de la “frivolidad”, a ser la “María Antonieta” que, por tener ciertos atisbos de estilo personal, no fue tomada en serio.
Eso, hasta que llegaron nuevas plataformas y nuevas voces que mostraron que la política va más allá de una configuración clasista, racista y absolutamente masculina. Y, en el caso de Colombia, luego de tener a mujeres como Noemí Sanín, María Emma Mejía, Martha Lucía Ramírez e Ingrid Betancourt (que cumplían los cánones de “mujeres serias” a la perfección: no llaman la atención con su atuendo, se visten con sobriedad y con paletas neutras) nos encontramos en estas elecciones con políticas electas que reflejan no sólo las demandas del electorado de este siglo, sino también la consigna: “lo personal es político”. ¿Qué mejor que la ropa para mostrarlo?
La ¿evolución? de la mirada señorial latinoamericana
Recuerdo muy bien la primera elección presidencial de Juan Manuel Santos. El presentador José Gabriel había invitado a Adriana Córdoba, la esposa de Antanas Mockus (ex alcalde de Bogotá y, en ese entonces, contendor de Santos) al estudio. Recuerdo la expresión de mis padres: un dejo de desprecio porque la mujer usaba Converse verdes. “Pero qué falta de elegancia”, dijeron ambos, para mi irritación. Luego, cuando apareció “Tutina”, esposa de Santos, estaban complacidos con su estilo y “buen gusto”. Doce años después, hasta ella misma se atrevió a usar jeans y tenis y otros políticos, con ese aval blanco y bogotano de élite, casi que se han disfrazado con estas piezas para poder dar una imagen más “relajada” de poder que los “acerque al pueblo”.
El problema es que ese look a los hombres políticos, al menos en Colombia, no les ha salido natural. Y más en estas elecciones, que fueron el Lollapalooza del cringe versión publicidad política pagada. Vimos por ejemplo a Alejandro Gaviria, un hombre blanco avalado por la élite bogotana, disfrazado de Clark Kent o Bob el Constructor (así lo apodaron en redes al verle de overol obrero) , pero este causó más risas y pena ajena que cercanía a un sector social que, desde la época de sus bisabuelos, nunca tuvo la indignidad de ver semejante performance, menos cuando el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, por allá en los años 40, arengaba en traje.
Ahora, en el caso de los candidatos presidenciales Fajardo (de centro) y Federico “Fico” Gutiérrez (de derecha), podemos decir que básicamente son indistinguibles: ¿Será el mullet, ese del que los mismos “paisas” (oriundos de Antioquia) se han burlado en memes y al que han clasificado incluso en tribus urbanas? ¿La misma camisa? Tal vez ambas cosas. Lo que sí es cierto que ninguno de ellos ha sido cuestionado en masa por lo que se ponen, como si le ha sucedido a otro de los candidatos presidenciales Gustavo Petro (de izquierda). Y ahí hay un factor relevante: si eres de izquierda, es mucho más probable que cuestionen tu uso de la moda, porque la moda es capitalista y si eres “anticapitalista” entonces “no tienes derecho” a usarla. Esa es una lectura superficial del performance político que ignora que el sujeto con poder (o que aspira a al poder) hará lo que sea para mostrar su dominio (como lo hicieron reyes y emperadores al estilo de Luis XIV o Catalina y Pedro el Grande, con sus palacios, guerras, amantes y, por supuesto, con ellos mismos), o que hará lo necesario para evidenciar su cercanía al pueblo en tono “soy uno más de ustedes” (tal y como lo hacía el emperador Augusto desde la muerte de la República en Roma y los revolucionarios franceses y rusos) desconociendo algo primordial: la política es una puesta en escena. Una actuación.
De cómo las políticas latinoamericanas acabaron con la dictadura blanca del traje sastre
Ahora, en este criticado sector hay variantes que vienen en todas las presentaciones, al estilo Marvel fase IV: Boric es la versión del izquierdista cool que ama a Taylor Swift y tiene un look hipster y físico que enamora a más de uno. Cosa que no pasa con el candidato de izquierda en Colombia, Gustavo Petro, por ejemplo, a quien le critican sus Ferragamos de dos millones de pesos colombianos mientras qué, entre otras cosas, le propusieron cambio público de look (¿al fin qué? ¿Está mal o no está mal que use moda?). Pero, paradójicamente, como la moda sigue considerándose una “cosa de mujeres”, los que critican los zapatos de Petro, dejan que su esposa, Verónica Alcocer, pase en limpio: a ella le han alabado su cambio de look por ser más inclusiva en cuanto a mostrar la industria local. Entonces el “look” de ella favorece a su marido, aunque quien va a tener el poder no va a ser ella, sino él, como en los viejos tiempos. Mientras tanto, entre las mujeres que aspiran al poder electoral están figuras como Francia Márquez (fórmula vicepresidencial de Petro) o Manahi Pakarati (jefa de protocolo de Gabriel Boric), mostrando que la política y las mujeres son el signo de los tiempos si hablamos de atuendo. Un nuevo tiempo en el que ya no tienes que ser ni blanca, ni masculina para tener tu propia voz. Uno en el que puedes expresar tu origen y tu identidad a través de tu ropa y, quién sabe, hasta ser elegida en el proceso.
Desde ahí lo ha hecho Francia, desde su lucha como mujer negra y líder social y ambiental colombiana, a través de sus siluetas exquisitas y estampados africanos. Manahi, desde los atuendos de su grupo étnico, los Rapa Nui. A ninguna de las dos les perdonan, tanto en el norte como en el sur, que no se adapten a esos cánones de sus predecesoras y que no se disculpen por ello. Por eso han recibido ataques en redes sociales de repentinos Joan Rivers wannabe, que creen que ellas “se disfrazan”, cuando la moda es en sí misma un performance, y más en política. A Manahi la ridiculizaron en la posesión de Boric y a Márquez, por otro lado, le han hecho ataque racista tras otro, desde la institucionalidad y el periodismo más rancio y tradicional. Instituciones que, de paso, ya no significan nada para ellas ni tampoco para la gente que las llevó al poder.
Y entre ellas dos, también de norte a sur, hay muchas más mujeres haciendo política. Hay millones de ellas, que surgieron desde las marchas por nuestros derechos en toda Latinoamérica, con sus pañoletas verdes, azules y moradas, piezas que también usan muchas lideresas de origen urbano, con jeans y Converse. Símbolos otrora despreciados, pero no tanto como los “cuellos blancos” de todo un continente que han robado, masacrado y violado derechos mientras disfrutan de sus paraísos con total indiferencia e impunidad.
Así podemos decir que la corbata ya no hace parte del futuro de Latinoamérica. Esa, la de los hombres blancos de traje, cada vez más despreciados por representar un pasado que tiene anquilosado en la desigualdad y violencia a toda una región. Y en donde hay manifestaciones contínuas desde lo público para generar cambios. Y, por supuesto, la moda juega en esta esfera, donde aún todas esas imágenes coloniales tienen cierto peso, pero cada vez menos, al subir más voces que ya no tienen miedo de no encajar ante esa élite tan minúscula en visión y sentido histórico.
Yo volveré a votar por Francia Márquez, así como alguna vez voté por el candidato cuya esposa usaba tennis Converse. Siempre he sido partidaria de que a Latinoamérica le hace falta una buena sacudida para entrar de una vez por todas al futuro y qué mejor que el vestido, y todo lo que representa, para hacerlo, especialmente en política. Me entrego a la diversidad, el poder y sobre todo, a asustar a todos esos hombres y mujeres blancos que miran con desaprobación cómo una mujer negra y política puede usar diseño de autor. Me entrego libremente, porque yo no quiero de Francia un abrazo, sino también, de paso, su armario.