
Aunque los académicos tratan de explicar la migración de mil formas, al exiliarme descubrí que tenés que vivirla en carne propia para entender los niveles de dolor que implica el escape. La herida aumenta cuando la decisión no fue tomada por quien eres vos actualmente, sino por tu versión adolescente e ingenua.
A los 19 años tuve que decidir entre morir o vivir a medias. Era julio del 2018 y en Nicaragua, mi país de origen, el gobierno continuaba matando estudiantes y arrestando a activistas y periodistas que desafiaban sus medidas autoritarias. Yo era las tres cosas: estudiaba el último año de periodismo, era feminista y trabajaba como reportera en un medio nacional. Podríamos llamarme combo McDonald’s de persecución.
Las amenazas de violación y muerte caían como pan caliente en mis mensajes directos y el miedo a existir incrementaba cada vez que salía de mi hogar, que luego, también, invadieron los simpatizantes del gobierno. “Ya quiero escuchar tus gritos cuando te violen por golpista”, “a las zorras como vos el comandante no les tiene piedad”, me decían. Yo me engañaba con que, aunque debía salir un rato del país, las amenazas y el miedo solo eran pasajeros y terminarían una vez el conflicto sociopolítico acabara.
Así inicia mi historia de migración. Un jueves cualquiera tomé la decisión de que, entre la muerte y el malvivir, iba a intentar el camino del exilio. Igual, era una medida temporal y siempre podía regresar cuando todo se calmara. Pero la marea revuelta nunca cesó.
En realidad “tomar la decisión” es una frase muy fuerte para describir lo que en realidad pasó, estaba siendo amenazada y sabía que debía salir por unos meses del país. Podía irme a Estados Unidos a donde mi padre ausente o a Costa Rica con mi novio 9 años mayor que yo que me conoció cuando era menor de edad. Supongo que entre la relación de poder con mi pareja y el temor al rechazo paterno preferí temerosamente apostar por lo segundo. Era una decisión imposible ante una situación imposible.
Yo no era la única que tenía que tomar decisiones ante la crisis. En 2018, el año en el que escapé de mi país, cerca de 23 mil nicaragüenses solicitaron refugio en Costa Rica. La cifra solo aumenta cada vez más, en cuatro años la Dirección de Migración costarricense ha recibido 175 mil solicitudes de refugio, la mayoría de nicaragüenses como yo.
175 mil personas que empacamos nuestra realidad en una maleta, dejando atrás a la familia, los amigos, los planes y las ganas de vivir. Mujeres, jóvenes y muchas personas que no soñaban de pequeños con el exilio. Varios de ellos, seguramente, tomaron la decisión siendo adolescentes asustados como yo y que en ese entonces no entendían las implicaciones de cruzar las fronteras. Con la ingenuidad que solo tenés cuando todavía no podés tomar licor en cualquier parte del mundo.
Creo vehemente que aunque la academia puede intentar explicar la migración, sólo se entiende cuando la vivís en la piel. En 2018 leí testimonios intensos, analicé estadísticas y le pregunté a familiares que alguna vez también habían huído del país, pero fue hasta que me encontré viendo al vacío sin razón de ser en la capital de Costa Rica, fantaseando con regresar a mi hogar y sin poder hacerlo, que entendí el dolor que tanto advertían los expertos.
Bajo la misma premisa, los primeros meses se sintieron como un sueño. O más bien como una pesadilla. No lograba asimilar la realidad que enfrentaba y me negaba siquiera a nombrarme como exiliada. No comía ni vivía bien. Nada era suficientemente bueno para quitarme el velo del luto y los golpes solo seguían.
El trauma de la migración es algo que paraliza e imposibilita avanzar. Yo, por ejemplo, no volví a entrar a la universidad porque durante los primeros años en Costa Rica pensé que iba a regresar a Nicaragua en cualquier momento. Tengo amigas migrantes que, incluso, no querían solicitar la condición de refugio –y por lo tanto mantenían un estado irregular en el país– porque temían que la crisis acabara en cualquier momento y el proceso quedara a medias.
También necesité varios meses para entender la xenofobia que me ofrecía el nuevo país. A veces de formas agresivas, como cuando una funcionaria de migración me sugirió que si quería la residencia debía embarazarme porque al final “solo para eso sirven las nicas”. Y otras de formas paternalistas, como cuando costarricenses progresistas intentaban validar mi migración, porque era profesional y tuve los recursos para huir regularmente, pero minimizaban el camino de otros compatriotas que no tuvieron mi misma suerte.
Pese a la cercanía de ambos países, las relaciones entre Nicaragua y Costa Rica siempre han sido complicadas. Del lado costarricense hay un rechazo a la pobreza que representa el otro tras las guerras que hemos sufrido y del lado nicaragüense está el resentimiento histórico por todas las agresiones sufridas. Hay una combinación xenofóbica, clasista y racista que hace a los migrantes navegar en un limbo permanente de despertenencia.
Para los nicas el acento que adopté involuntariamente tras más de cuatro años de vivir en este país es un “claro rechazo a mis raíces”. Es ser malinchista y odiosa a lo que alguna vez fui. Aunque en realidad lo adopté para evitar las miradas abusivas y los comentarios ofensivos por no mencionar la “s” en este país.
Para muchos ticos, en cambio, los estereotipos los gobiernan. Hace años un Tinder Date me dijo que se alegraba mucho por mi carrera, pero que tenía que comprender el susto de conocer una nica que “no fuera empleada doméstica”. Varias de mis amigas migrantes que trabajaban en el sector turístico y trabajos domésticos me contaron para este artículo que han recibido ofertas de trabajos sexuales por parte de hombres costarricenses; “Igual las nicas son buenas en la cama”, le dijeron alguna vez a mi amiga.
Sería iluso decir que en Costa Rica ser migrantes nicaragüenses, mujeres y jóvenes no nos deja en un grado aún más grande de vulnerabilidad sistemática que nos golpea constantemente. Tampoco podría negar que, incluso desde esa posición, he vivido los privilegios de ser profesional y de tener una apariencia mucho más hegemónica a la de otras migrantes.
Por esos mismos privilegios, con el tiempo las líneas que me dividen entre nicas y ticos se han ido borrando lentamente. A unos saludo con pura vida y a otros con qué onda. Pero de repente, sin previo aviso, un trámite legal o una pregunta inadecuada me recuerda que “pertenecer” siempre será un derecho de aquellos que no nacieron en un país efervescente y que aunque hoy esté cómoda con mi vida, no fue una decisión voluntaria sino desesperada.
Hay un dolor migrante que nunca se cura y que persiste. Un recuerdo constante de que un día decidiste entre morir y malvivir y hoy estás viviendo una vida que aunque aprendiste a disfrutar, no elegiste. Hay un dolor en recordar que nunca podrás dar un solo concepto de hogar y que solo otros como vos entenderían. A veces ni eso. Migrar, de cualquier forma, duele.