diciembre 19, 2022

El burnout feminista. ¿Podemos habitar el feminismo sin quemarnos y dejar las cenizas en él?

Soy una persona que aguanta un montón la presión. En algún punto de mi vida pasada AF (antes del feminismo) lo decía con orgullo.

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Ilustración Lina Rojas

Soy una persona que aguanta un montón la presión. En algún punto de mi vida pasada AF (antes del feminismo) lo decía con orgullo, como una medallita, porque poder trabajar bajo presión y aguantar sin decir nada era una habilidad muy valorada en el mundo laboral corporativo y salvajemente capitalista en el que me movía. Tal vez hasta lo escribí en mi LinkedIn. Y es que en espacios que creen en la meritocracia, decirse “workaholic” o “adicta al trabajo” era algo –quizás aún sigue siéndolo– plausible y hasta deseable, así como vivir ocupada era señal inequívoca de éxito. De todo lo que me malenseñó ese mundo laboral, me quedó eso y una enorme dificultad para poner límites.

Así que, el burnout no es un desconocido para mí. Empecé a trabajar en grandes multinacionales tan pronto terminé la universidad (hace 16 años) y me tomó mucho tiempo poder nombrar varias de las conductas y malas prácticas que me llevaron a renunciar a esos trabajos (algunas autoinfligidas como mecanismo de defensa para sobrevivir en ese mundo), así que conozco al burnout desde antes, aunque no le llamáramos así. Hello, burnout my old friend… Y ha sido la última red flag para irme de esos lugares.

Ahora con más herramientas de autocuidado, sé que ese agotamiento progresivo físico y emocional o “estrés laboral” crónico que me dejaba física y emocionalmente drenada y que terminaba por apagar cualquier llamita de motivación era burnout. Los enormes presupuestos que manejaba, los viajes, los reportes, las cadenas verticales de mando que casi siempre terminaban en algún tipo mediocre, horarios absurdos, reuniones que podían ser un mail, la presencialidad obligatoria y muchas veces sin sentido, pero sobre todo, la competitividad me terminaba quemando y llevándose enormes cantidades de energía vital que, con el pasar de los años, iba siendo más preciada y valiosa para otras cosas que no eran llenarle los bolsillos a los dueños de esas corporaciones. Ahora es más fácil identificar el burnout y es más común renunciar a la primera red flag (claro, si tienes ciertos privilegios de clase que te lo permitan), pero antes no y en ese mundo, mucho menos. Por el contrario, aguantar muchos años en una misma empresa hasta pensionarse ahí era la medida de éxito de la generación que precedió a la mía. 

Hoy ya existe toda una conversación al respecto y se habla del síndrome de burnout o “del trabajador quemado” y se conocen sus causas y efectos en la vida y salud mental de quienes lo llegan a padecer. Se habla incluso de afectaciones a la personalidad y autoestima y como todo, tiene que verse a través de distintos lentes e intersecciones de género, raza, clase y neurodivergencia. No es igual el burnout que experimentamos las personas neurotípicas al que atraviesan, por ejemplo, personas con depresión u otros diagnósticos. Así como tampoco es equivalente el burnout en hombres y en mujeres, ahora sabemos que el burnout afecta desproporcionadamente a las mujeres por varios factores, pero fundamentalmente por el trabajo de cuidado no remunerado que socialmente se nos ha asignado y se suma a las labores remuneradas. Pero quiero agregar una arista más, el activismo, particularmente el feminismo, que es el que me atraviesa y del que puedo hablar.

Entonces dejé ese mundo corporativo, llegué al feminismo y cambié la mayoría de prácticas en mi vida, incluso las laborales, fui más consciente de mi bienestar, luego vino la pandemia y me alcanzó en mi último trabajo oficinero que, aunque alternativo y pseudoindependiente, con mis amigas bautizamos CHERNOBYL. 

Chernobyl era el espacio cool, en el que muchas personas querían trabajar y aún hoy algunxs que lo hicieron se enorgullecen de haber pasado por ahí y lo ponen en sus bios. 50% medio, 50% agencia creativa, posiblemente dos de los mayores caldos de cultivo para el burnout en el espectro laboral. Soy muy consciente de que llegué en su temporada menos tóxica, con un poco más de herramientas para reaccionar –gracias, feminismo– y con la fortuna de coincidir ahí con algunas personas maravillosas y salvadoras, pero el burnout fue total, tuve mi mayor momento de crisis, lloré en la sala de juntas (gracias por la contención ex compañerxs de Chernobyl) y dije, “nunca más”. 

Dije, “nunca más” pensando que al trabajar solo en espacios feministas, creados por y para nosotras, se resolvía el problema del burnout. Y si bien pude migrar del mundo corporativo a trabajos en los que podía aprovechar toda mi formación y experiencia previa en temas directamente relacionados con la defensa de los derechos humanos y feministas, hacerlo en unas condiciones dignas –que tampoco es la regla–, mejorar mis condiciones en términos de salud mental y bienestar, y sobre todo, trabajar con un motivo que me moviliza mucho más que llenarle los bolsillos a algún millonario extranjero, al terminar este año, cuando me despierto, el burnout sigue ahí. 

¿POR QUÉ SI YA HICE TODO LO QUE SE SUPONÍA QUE DEBÍA HACER PARA NO RECAER? Mi conclusión, después de darle muchas vueltas y hablarlo con muchas compañeras, es que, en mi caso como en el de muchas, ya no se trata de un burnout laboral resultado del corporativismo capitalista, sino de un burnout feminista que, desafortunadamente, también se ve impactado directa o indirectamente por prácticas heredadas de los sistemas que conocemos y aún dominan el mundo (si estás leyendo esto en un celular o computador y te llegó por alguna red social, lamento decirte que estamos en el mismo bucle).

Las feministas hablamos todo el tiempo de autocuidado pero, a la hora de ejercerlo, muchas nos rajamos. Hablamos de la importancia de poner límites y quizás esto es lo que más nos cuesta a algunas, y cuando finalmente decidimos hacerlo, somos tildadas de egoístas y poco empáticas. Porque las feministas tenemos que estar disponibles para todo y para todas, en todo momento y con humildad. ¿Límites? Eso es poder y nosotras no podemos tenerlo. Está mal visto. Además de nuestros trabajos remunerados muchas hacemos parte de colectivas, movimientos y articulaciones de manera voluntaria, claro, dedicando tiempo, energía y sobre todo trabajo emocional, a las causas que nos mueven profundamente. Sin embargo, ese tiempo, esa energía y ese trabajo emocional son recursos, es trabajo y aunque sea voluntario,  no es gratis, alguien lo está pagando, cada una lo está pagando. Entonces hacemos nuestros balances, nos rendimos cuentas a nosotras mismas y algunas cuentas no dan. Y no hablo de dinero, hablo de bienestar, salud mental y salud física. Muchas dejan tanto en el camino que se quedan ellas también. Y es doloroso verlo y pretender que no pasa, que no hay dolores y agotamientos, que no estamos cansadas de tener que fingir que no estamos cansadas. Es doloroso y costoso. 

Me siento a hacer mi balance de fin de año, a rendirle cuentas al espejo. Veo en retrospectiva que hicimos mucho, que logramos un montón de cosas colectivamente, ¿pero a qué costo en lo individual? ¿Cuántas compañeras desistieron de la lucha, cuántas relaciones se rompieron, cuántas perdieron salud mental en el camino, cuántas abandonaron espacios por autocuidado, cuántas se rompieron un poco o un montón y cuántas veces dejamos de celebrar por tener que salir corriendo a dar otras batallas o porque simplemente nos quitaron la posibilidad de celebrar? Y hablo solo de este año, sabiendo que hubo peores, que muchas llevan décadas y que para otras tantas no hay otra opción. Quizás las cuentas no dan y nunca vayan a dar porque nos exigimos por encima de nuestras capacidades y posibilidades. Porque muchas feministas tenemos la pésima costumbre de tomarlo todo personal y cargarnos todas las responsabilidades como propias, pensar que si no hacemos el trabajo, nadie lo va a hacer. Y así nos terminamos sintiendo responsables de cosas tan complejas como la elección de un presidente y tan abstractas como tumbar el patriarcado. 

Hay mucho de culpa en todo esto, pero también de falsas expectativas y de un constante escrutinio a lo que hacemos. El clásico, ¿dónde están las feministas? cada vez que pasa algo en el mundo no es exclusivo de incels y misóginos; más que una pregunta es una exigencia constante de heroísmo también al interior de los movimientos. La cantidad de casos de violencias que recibimos a diario sobrepasa la capacidad de muchas de nosotras, nunca nadie te pregunta si te puede enviar un caso que puede llegar a detonarte muchas cosas, solo te lo envían sin avisar porque eres feminista. La cantidad de veces que te agregan a chats grupales para apoyar, gestionar u opinar, sin preguntarte si quieres estar o tienes el tiempo para estar, porque si eres feminista se asume que te corresponde. Se olvida que quienes estamos del otro lado de la pantalla, del teléfono, somos personas con vidas propias, emociones y relaciones que también debemos atender, y que nuestra atención y capacidad de gestión emocional es un recurso limitado y no se lo debemos incondicionalmente a nadie.

Se nos deshumaniza y exige como si fuéramos perfectas e infinitas y no lo somos. No lo éramos antes de la pandemia, mucho menos ahora, que recién empezamos a dimensionar –y creo que aún muy superficialmente– las marcas que nos quedaron, como individuos y sociedades. Además de la pandemia y la crisis económica que le siguió, y un estallido social que dejó en carne viva los dolores de tantas desigualdades, las elecciones de este año se nos llevaron buena parte de la energía, salud mental y gestión emocional que habíamos podido salvaguardar. Fueron unas elecciones particularmente demandantes para las feministas y para activistas de otras causas en tanto que se jugaba la atención a crisis de derechos humanos que no aguantaba un periodo más en la cancha de antiderechos. Era una olla a presión con nosotras adentro y muchas no nos dimos cuenta hasta que reventó, reventamos, y algunas aún estamos reagrupando los pedazos. 

Por eso me alejé de espacios que me enseñaron mucho y a los que llevo en el corazón pero que demandaban un tiempo y una energía que no tenía más, quizás vuelva después, pero este año ya no fue. Por eso desactivé la mayoría de las notificaciones de mis redes sociales y quizás no vi ese mensaje ni esa mención y no la respondí no por falta de interés sino porque tuve que poner límites a lo poco que sí puedo controlar. Por eso no fui a la mayoría de eventos a los que me invitaron ese año y prioricé el descanso y lo que me aportara tranquilidad y dicha. Por eso no estuve tan emocionalmente disponible como solía estar, porque me tuve que ocupar de gestionar mis propias emociones que no estaban tan bien como acostumbraban, y puse límites y preferí alejarme de personas que demandan más de lo que puedo dar ahora. Quizás necesitaba poner esos límites antes, pero más vale tarde que nunca y estos son mecanismos de autocuidado que no tuve antes.

Quiero poder mantenerme esperanzada en lo que hacemos, quiero poder celebrar cada paso con calma y disfrutarlo sin culpa, quiero vivir bajo mis propias expectativas y no las ajenas porque nunca voy a ser lo suficientemente buena feminista, o interseccional, o emocionalmente responsable, para el feministómetro (el esmad feminista) o la mirada externa que desconoce el proceso propio, no me interesa cumplir estándares imposibles, esa idealización utópica es, en gran parte, la causa de este burnout. Pero sobre todo, quiero seguir en la lucha, que es lo que me mueve el alma, sin quemarme en el intento. 

Pero, ¿qué pasa con las que no han podido parar ni siquiera un poco? ¿Las que no se lo pueden permitir porque sus contextos son otros? Porque no es lo mismo trabajar/militar desde una ciudad capital que desde la ruralidad o desde lugares donde la pobreza y otras violencias territoriales no dan tregua. Hay que entender el burnout como un asunto que responde a grietas estructurales, pero también a una mirada cultural heredada de esas malas prácticas de la autosuficiencia y el individualismo del capitalismo. Esa idea de que si paramos el mundo se cae, que nos hace tan reacias a pensar en la posibilidad de desacelerar y en las teorías del decrecimiento.  Esa idea también perjudicial de que las mujeres exitosas nos cargamos y podemos con todo, del echaleganismo y la superación personal, de la mujer maravilla judeocristiana, buena esposa, buena madre, empresaria, amiga incondicional y feminista ejemplar. INSOSTENIBLE. 

¿Podemos habitar el feminismo sin quemarnos y dejar las cenizas en él?

Varias maestras feministas coinciden en decir que el feminismo es una carrera de relevos, y para ello es fundamental la confianza y la comunicación.

No podemos hablar de una defensa de los derechos humanos sin dar cuenta de la afectación a la salud física, mental y emocional que ella conlleva. Nos afectan la injusticia y la realidad, así como la presión por un activismo perfecto que, siendo realistas, no podremos alcanzar jamás porque no existe. A mí no me interesa “morir con las botas puestas”, me interesa que todas tengamos una vida buena y digna. Nos urge romper ese mandato de perfección y esos patrones patriarcales que por tanto tiempo condicionaron nuestras vidas, no perpetuarlos dentro de nuestros movimientos; nos urge poner límites y decir no puedo hacer esto o no estoy en capacidad ahora, necesito un relevo. Y eso nos cuesta un montón.

Tampoco creo en el sufrimiento como bandera activista. No somos heroínas ni salvadoras, ni perfectas, ni infalibles, nuestros cuerpos, mentes y emociones tienen límites y necesitamos tomar conciencia de ellos y de lo que nos afecta. Y bajarle a las culpas, además. Quizás haya que revisar estas ideas que romantizan el sacrificio y al héroe mártir y esa idealización de la fortaleza y replantearnos si no estaría mucho mejor procurar estar bien para poder hacer más porque de lo contrario, esto no es sostenible para nadie. No podemos cubrirlo todo, no tenemos el don de la ubicuidad, muchas llevan dobles y hasta triples jornadas, muchas maternan, muchas realizan labores de cuidado no remuneradas, ¿cuántas horas creen que tienen los días feministas?*

El autocuidado debería ser estrategia y compromiso tanto individual como colectivo. Autocuidado como herramienta política, como apuesta colectiva y como arma transgresora. El bienestar, el disfrute del activismo, el goce, el placer y la satisfacción deberían ser también una apuesta ética. La apuesta por estar bien para servirle más a las luchas. Eso también es político y revolucionario. El autocuidado, en una sociedad que nos quiere débiles y agotadas, es un acto de rebeldía*. Pero el autocuidado también tiene límites, y también es trabajo, así que no solo de nosotras puede depender, necesitamos políticas públicas en salud mental, garantías laborales para realizar cualquier trabajo en condiciones dignas, y también necesitamos dejar de creer que todo depende de nosotras porque no es así.

En el 2019 la colectiva francesa contra la violencia digital Collectif Féministes contre le cyberharcèlement denunciaba su burnout y agregaba “Ya no podemos hacer el trabajo del Estado a nuestra costa. Nuestro activismo nos agota, y el desprecio de las autoridades encargadas del cuidado y el acceso a la justicia nos pone en peligro.” .  

NO SOMOS EL ESTADO. Y aún así, son las organizaciones feministas las que terminan haciendo el trabajo que le corresponde al estado, muchas de ellas sin recursos constantes que permitan garantizar algo de estabilidad a sus integrantes. Expectativas estatales con recursos autogestionados o financiaciones intermitentes. Nada ni nadie se sostiene así, al menos no bien, y sobrevivir no es vivir bien. La precarización del trabajo de muchas feministas es un asunto que suma a las brechas de desigualdad.

Más que quejarme, quiero desahogarme y hacernos un llamado a la autocrítica en aras de nuestra propia sostenibilidad. Culpo al discurso del empoderamiento porque no nos sirve, al contrario, nos carga individualmente de más exigencias y medidas de éxito. Y sí, voy a culpar al patriarcado y al capitalismo de esto también, porque al final la carga de desmontar los sistemas que nos oprimen termina siendo nuestra y atravesada por ellos mismos. 

Att: una feminista cansada.

*Este artículo contiene extractos del libro “Que el privilegio no te nuble la empatía” escrito por Ita María y publicado en 2020 por Editorial Planeta.

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Autor

  • Ita María

    Feminista colombiana, autora del libro “Que el privilegio no te nuble la empatía” (Planeta, 2020) y cofundadora de la colectiva Las Viejas Verdes. Ita María es Economista de la Universidad Icesi (Cali, Colombia) y tiene un MBA de Esdén Business School. Desde 2007 ha ocupado cargos directivos en importantes compañías de la industria de moda y tendencias como experta en marketing y estrategia (INVISTA, 2007-2012), análisis de tendencias y comportamiento de consumidor (WGSN, 2013-2017) y más recientemente incursiona en la industria de los medios independientes y alternativos (VICE, 2019-2020). Cuenta con más de una década de experiencia en generación de contenidos, nuevas narrativas, construcción de comunidades virtuales y comunicación digital y ha sido tallerista y conferencista de mercadeo, redes sociales y tendencias en América Latina. Actualmente se encuentra dedicada a apoyar y asesorar en estrategia de comunicaciones a organizaciones con enfoque feminista y de derechos humanos.

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Comentarios

One thought on “El burnout feminista. ¿Podemos habitar el feminismo sin quemarnos y dejar las cenizas en él?

  1. Felicitaciones…!! Me Gusto el Artículo #BurnoutFeminista es una Realidad de la cual no se habla #MariaAzulEjeCafetero

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