Por Lizbeth Hernández
Las mujeres, tanto feministas como no autonombradas, han ido tejiendo un punto de inflexión que se ha extendido en los últimos casi cinco años en México y América Latina. Dar cuenta de sus acciones en tiempo presente es, también, situar al periodismo ante una transformación que aún no llega a su punto final. Obliga, pienso, a pararnos ante hechos que determinarán las décadas por venir y eso nos sorprende, impacta, resuena. Eso me pasa a mí también. Soy una testigo que trata de escuchar y registrar del mejor modo que puede. Cada una de las lectoras o personas que recibe esta información, tendrá otro margen para elegir a qué prestar atención, pero no queda duda: lo que observamos, es histórico.
Pasó casi sin darme cuenta. Como cuando una agarra camino y llega a un lugar que tenía que conocer porque hay en él algo que sorprende, asombra, impacta y resuena: porque es parte de una historia que trasciende. Así fue que empecé a cubrir las acciones feministas en distintos lugares de México, principalmente en la capital.
En 2020 hice un alto y pensé en todo lo que he documentado y presenciado acudiendo no solo a marchas, sino también a performances, asambleas, paros, instalación de tendederos, tomas y más. Mis primeras coberturas sobre acciones de mujeres (no siempre autonombradas feministas) fueron en 2011 con la #MarchaDeLasPutas, versión mexicana del movimiento SlutWalk, de origen canadiense, que respondía al acoso u hostigamiento que enfrentan las mujeres por su forma de vestir. Era distinto a lo que había visto en otras manifestaciones, como las protestas conmemorativas por la masacre de Tlatelolco en 1968, en las que había una distancia con el hecho detonante de las demandas de memoria y justicia. En la #MarchaDeLasPutas las exigencias tenían que ver con el presente y con el impacto de las violencias en nuestros cuerpos, entonces nos atravesaba distinto. Incluso siendo manifestantes y fotógrafas, es decir, desde dos posiciones diferentes, podíamos conectar con lo que motivaba la manifestación.
Conforme seguí las acciones de protesta, empecé a notar cambios en cómo se han llevado las manifestaciones de las mujeres: de 2013, cuando se dieron las movilizaciones para pedir la libertad de Yakiri Rubio quien pasó 86 días presa imputada por asesinar a su agresor sexual, hasta 2015, hubo una expansión en las protestas de las mujeres que ya no solo se daban en la Ciudad de México, sino también en el Estado de México (otro de las entidades de la zona centro del país). El tema que nos congregaba dejó de ser solo el del acoso callejero y se empezaron a oír nombrar, cada vez más, los casos de feminicidio.
En 2015 llegó a Ciudad de México el impacto del movimiento #NiUnaMenos, nacido en Argentina, y una pequeña concentración se realizó en el Ángel de la Independencia. Si bien se realizaban movilizaciones por el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, estas acciones solían ser atendidas por algunos contingentes y era común ver a grupos u organizaciones como Pan y Rosas o militantes de partidos políticos. Pero en ese año mujeres de ámbitos distintos al político y organizacional empezaron a salir a las calles.
Otro momento crucial a la inflexión que hemos visto en años más recientes, ocurrió en 2016 cuando se realizó la multitudinaria marcha del #24A, la llamada Primavera Violeta, que inició en el Palacio Municipal de Ecatepec (Edomex) y llegó hasta el Ángel de la Independencia (CDMX). Y luego en las protestas tras el feminicidio de Lesvy Berlín Rivera Osorio, asesinada en mayo de 2017 en Ciudad Universitaria, al sur de la CDMX, pues las exigencias de justicia incluyeron un llamado a la no revictimización de las mujeres asesinadas.
Más adelante, en agosto de 2019, vimos cómo las mujeres empezaron a reivindicar la acción directa (como son las pintas a monumentos, romper vidrios, quemar, entre otras cosas) para llevar a más su reclamos de justicia y colectivas feministas se manifestaron en la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la capital, porque se habían denunciado 3 casos de abuso sexual cometidos por policías a tres mujeres distintas en diferentes momentos en la ciudad. Como parte de la protesta #NoMeCuidanMeViolan una activista le arrojó glitter (diamantina o escarcha) al titular de la dependencia. Tras esa acción, las manifestantes se dirigieron a la Fiscalía e irrumpieron rompiendo las puertas. Siguieron acciones directas en la estación del Metrobús Insurgentes, Palacio Nacional que, en 2020, escalaron a las tomas de sedes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, CNDH, o de Congresos locales como los de Puebla y Quintana Roo.
A partir de la irrupción en la Fiscalía cambió la dinámica en las movilizaciones en las calles de la CDMX: empezamos a ver a mujeres de diferentes edades, principalmente jóvenes, embozadas, con capuchas, expresando la rabia y furia ante la inacción, omisión y/o negligencia de las autoridades frente a los feminicidios, el acoso y abuso sexual y otras formas de violencia machista.
También presenciamos la implementación de un nuevo modus operandi de las autoridades locales ante las movilizaciones de las mujeres: un tipo de despliegue de operativos policiacos para “resguardar” el orden público de las manifestaciones que ha dado pie a confrontaciones, encapsulamientos, denuncias de represión y brutalidad policial y que se ha extendido a otros estados del país reprimiendo a las manifestantes, más allá de los polémicos comentarios del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien ha minimizado los reclamos de las mujeres por una vida libre de violencia, está la expresión del sistema patriarcal para mantenerse intacto.
A medida que se han modificado las protestas de las mujeres, también se han diversificado los retos para quienes las cubrimos: nos hemos visto obligadxs a tomar en cuenta nuestra formación, no solo como periodistas o fotógrafxs, sino también como críticxs de los contextos. Hemos tenido que ser más analíticxs del contexto, de los conceptos, de las disidencias y diferencias que hay en torno al feminismo mismo. Hemos tenido que tratar de entender qué implica una movilización separatista (que no admite que haya hombres entre los contingentes) y qué ha hecho que más medios consideren enviar a cobertura a más reporteras y/o fotógrafas antes que a sus pares hombres.
También, quienes hacemos seguimiento a estas protestas, hemos tenido que afianzar protocolos de seguridad digital y de campo; preocuparnos por acceder a capacitaciones para saber cómo reaccionar ante el uso de gases como el lacrimógeno o el gas pimienta; tener claro nuestro derecho a documentar; no dejarnos amedrentar por la policía; ubicarnos dentro de la movilización (porque es común que de pronto quedemos en medio de manifestantes y policías) y conocer a otros actores de las manifestaciones, como la Brigada Marabunta, un grupo de voluntarixs que buscan garantizar el derecho a la protesta poniendo el cuerpo, sin tomar bandos.
Por supuesto, yo misma me he visto retada en múltiples ocasiones. Uno de los momentos más difíciles de mis coberturas lo viví en septiembre de 2020. Fue la noche del 10 y madrugada del día 11 de ese mes. Acudí a cubrir la toma pacífica de la CODHEM Visitaduría Ecatepec, sede de la Comisión de Derechos Humanos en el Estado de México, que ocurrió a unos días de la toma de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en la capital del país. Aunque la toma fue pacífica, las mujeres (jóvenes, una mujer embarazada y algunos menores de edad) que estaban en las instalaciones fueron desalojadas por la fuerza. Yo hice una transmisión en vivo de los hechos, estaba plenamente acreditada, pero elementos policiacos me jalonearon y uno de ellos me robó mi teléfono celular desde el cual estaba haciendo la transmisión. Después me trasladaron en un auto sin identificación al Centro de Justicia de Atizapán, un municipio distinto. Ahí llevaron también a las mujeres desalojadas. Más tarde, ahí mismo, la prensa que llegó a cubrir, las familiares de las detenidas y lxs activistas que llegaron a pedir la liberación de las manifestantes de la toma, fuimos replegadas y agredidas por policías. Después de esta experiencia tuve que afianzar los protocolos de mis coberturas todavía más.
Entonces, cuando me preguntan cómo es cubrir las movilizaciones feministas, pienso en todo lo que he tenido que aprender en términos de feminismo y de fotografía (soy además fotógrafa autodidacta), y pienso en las preguntas que me he hecho, y sigo haciéndome, sobre cómo debe ser el ejercicio periodístico ante estas acciones; sobre los debates respecto a la pertinencia de asumirse periodista feminista, (es común que compañeros pregunten cosas como “¿si te dices periodista feminista no estás más bien haciendo activismo?”) y hay entonces una descalificación sobre la perspectiva y posición política que muchas de nosotras tenemos; pienso sobre las limitaciones que tiene el publicar en medios que no trabajan ni abordan estas protestas con perspectiva feminista y que tildan de “vándalas” a las manifestantes sin dar contexto del por qué de sus marchas ni de las implicaciones de hacer coberturas de este tipo como freelance.
Así pienso que cubrir las movilizaciones feministas me ha hecho confrontarme, cuestionarme y también me ha permitido aprender a problematizar mis perspectivas con otras mujeres. Tengo la fortuna de compartir mis inquietudes con compañeras en la calle, en la ciudad que habito, y en otras geografías regionales, y vuelvo a concluir que no queda duda: lo que estamos observando, es histórico.
Te leo y me identifiqué al instante; y creo que somos más las que compartimos estas reflexiones y estamos experimentando en tiempo real estos cambios; sin duda esto nos obliga a capacitarnos para ofrecer información de calidad. Gracias por tu texto.