Una maestra que subió a un colectivo en febrero en un pueblito en la provincia de Córdoba y le dijeron “sé dónde vivís”, “te voy a quemar”, “por adoctrinadora”. En marzo una trabajadora estatal y militante de derechos humanos llegó a su casa y se encontró dos agresores armados que la golpean, manosean y le dicen que no están ahí para robarle sino para matarla. Se fueron y le dejaron escrito en la pared de su cuarto el lema presidencial: «Viva la Libertad Carajo». La madrugada del 6 de mayo dos parejas de lesbianas fueron atacadas por un vecino que les tiró combustible y fuego mientras dormían en una habitación en un hotel-pensión en el barrio porteño de Barracas. Dos de ellas murieron, una todavía tiene más de la mitad de su cuerpo quemado y pelea por sobrevivir. Sus vecinos contaron que salían poco del cuarto en el que vivían por las agresiones misóginas y lesboodiantes que recibían. Su atacante se cortó con una sierra en una especie de intento de suicidio.
Las agresiones físicas a mujeres, lesbianas, travestis y trans por su mera existencia en el mundo o por su activismo político se están radicalizando desde el ascenso del primer gobierno liberal libertario en el mundo. Este tipo de agresiones siempre existieron, no son novedad, pero a partir de la gestión de Javier Milei parecen desplegarse sin más malla de contención que el repudio de las organizaciones sociales, feministas, de derechos humanos y una parte de la sociedad civil que todavía siente empatía ante la crueldad.
Con el odio oficializado, del dicho a los hechos es corto el trecho
Estamos ante un entramado inédito en el que la violencia “silvestre” expresiva y disciplinadora no tiene cerco sanitario y es fogoneada por el propio Estado y los referentes cercanos al gobierno. “Los discursos de odio tienen un efecto mayor si vienen de voces autorizadas como un presidente, funcionarios o asesores. Generan un clima de intolerancia que puede provocar prácticas agresivas, segregacionistas o genocidas. Cuando los discursos de odio se legitiman desde la esfera pública, no sólo tienen consecuencias sociales, se vuelven una política de Estado”, dicen desde el Laboratorio de estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín.
Hace menos de una semana, el abogado, referente cercano a Javier Milei, Nicolás Márquez, dijo en una entrevista con Radio Con Vos que “cuando el Estado promueve, incentiva y financia la homosexualidad está incentivando una conducta autodestructiva”. Ese fue su falso argumento para justificar por qué no debería haber políticas públicas enfocadas en la diversidad.
En rigor, es poco probable que el atacante de las parejas de lesbianas haya escuchado esa entrevista y, en consecuencia, haya actuado. Por eso es necesario ver cada uno de los ataques en su contexto general y particular. Ponerlos sobre el quirófano y desgranar las capas de violencias. La reciente agresión a las cuatro mujeres se da en un contexto de crisis hermanadas: la económica, la alimentaria, la habitacional y la social. La precariedad de la vida se acelera y en un ámbito de hacinamiento como un hotel-pensión donde se comparte cocina y baño la convivencia no está exenta de tensión. Y si a ese contexto se le suma que tanto el atacante de las lesbianas como una de las sobrevivientes están atravesados por situaciones de salud mental, todo se complejiza. El odio es uno de los nudos pero no el único.
El problema es que hoy el odio está oficializado sumado a la la desarticulación de los organismos y políticas nacionales de protección contra la violencia machista y lesbofodiante como el INADI y el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad y sus programas de atención y prevención contra la violencia de género, la identidad de género y la orientación sexual.
La intemperie en la que se dan hoy estos ataques es para preocuparse y ocuparse con nuevas estrategias de acompañamiento. Durante la campaña electoral un candidato de La Libertad Avanza comparó a las personas homosexuales con los discapacitados. “Merecen respeto, como los ciegos”, dijo. Para esa misma época la actual canciller Diana Mondino comparó a la homosexualidad con los piojos. “Como liberal estoy de acuerdo con el proyecto de vida de cada uno. Es mucho más amplio que el matrimonio igualitario. Déjame exagerar: si vos preferís no bañarte y estar lleno de piojos y es tu elección, listo, después no te quejes si hay alguien que no le gusta que tengas piojos”, dijo.
Durante 2023, en Argentina hubo 133 crímenes de odio en donde la orientación sexual, la identidad y/o la expresión de género de todas las víctimas fueron el móvil para los ataques. Se desprende del informe anual del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT+, que coordina la Defensoría LGBT de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de la Nación junto a la Federación Argentina LGBT. El número, puesto en la línea de tiempo, representa un aumento respecto de 2022, donde el mismo organismo contó 129 crímenes de odio y del año anterior, en el que se documentaron 120.
Lo que tenemos por delante es incierto y, por eso, es observado por los distintos organismos regionales que hace no tanto destacaban los avances de la Argentina en materia de políticas públicas que achicaron desigualdades, brechas de género y previnieron violencias. A comienzos de abril el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención de Belém do Pará” (MESECVI) de la OEA y la Relatora sobre los Derechos de las Mujeres de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenaron los ataques contra las defensoras de derechos humanos en Argentina. El Comité y la Relatora destacaron que “observan una proliferación de discursos, incluidos aquellos emitidos por las autoridades del Estado, que ponen en cuestionamiento los derechos humanos de las mujeres. Esto, unido al hecho de eliminar o rebajar de categoría a las instituciones o mecanismos de género, como el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, envía un mensaje descalificador que puede impulsar este tipo de ataques”.
Documentar para elaborar estrategias
¿Dónde apuntar las exigencias si el Estado es el que odia? Desde Radar, una plataforma integrada por el Equipo de Investigación Política (EdIPo) de la Revista Crisis y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) vienen registrando las agresiones y construyeron un “mapeo colaborativo de ataques protagonizados por grupos de derecha radicalizados en Argentina como contribución al diagnóstico colectivo y la elaboración de estrategias de autocuidado”. Las historias que documentan son “acciones que expresan un deseo de aniquilación del otro con el objeto de silenciar, amedrentar, disciplinar o eliminar identidades políticas”. Encontraron distintos tipos de ataques: espectaculares, espontáneos u orquestados.
En 2022 contaron 52 ataques y hasta fines de 2023, 147. En el proceso de relevamiento identificaron un pasaje de los lugares físicos (sitios de memoria, edificios o monumentos) a las personas que encarnan distintas identidades políticas como los movimientos de memoria y derechos humanos, determinadas identidades políticas, y, por supuesto,los feminismos y las diversidades de género. Un dato que les sorprendió: en el último año “la casi totalidad de los ataques físicos registrados recaen sobre cuerpos que expresan una disidencia sexual”.
En la construcción del registro distinguieron los ataques por la narrativa de odio invocada (contra militancias partidarias; negacionismo y apología de la dictadura; racismo y xenofobia; nazismo y supremacismo; contra medios de comunicación y periodistas; antifeminista y antiLGBTINB+) a partir de la identificación de una serie de ataques dirigidos específicamente contra determinados actores con mensajes similares. Dentro de la última categoría emerge una campaña de pánico moral contra la educación sexual, que ataca escuelas, docentes y otras expresiones de diversidad.
“La llegada al poder por vía electoral de estas concepciones autoritarias funciona como un poderoso desinhibidor de una violencia silvestre que descarga su furia sobre lesbianas, maricas, gays, trans, travestis y no binaries, cuerpos que no pueden ni quieren “camuflarse” o “hacerse pasar” por quienes no son. Pero sí es cierto que toda violencia política es expresiva, y no meramente instrumental; hay que tomar nota de que no estamos ante meras diferencias ideológicas, ni ante un fenómeno de grieta y polarización como venía sucediendo hasta hoy, sino que nos enfrentamos a deseos de lisa y llana aniquilación, en nombre de una regulación moral de las formas de habitar el espacio común. Como afirma la antropóloga Rita Segato, los efectos pedagógicos de los actos de violencia patriarcal (siempre espectaculares), antes de estar dirigidos contra sus víctimas directas, son un mensaje a la corporación masculina. El llamamiento a una fantasía heroica se renueva”, analizan desde Radar .
“La violencia y la discriminación de género y racista no es nueva, ni acá ni en ningún lado, pero ahora nos encontramos con un contexto propicio, un marco institucional que la arenga y le ofrece legitimidad”, dicen desde el equipo de Radar. Y destacan: “Hay una saña particular en las formas y contenidos de violencia disciplinante en el ámbito de la política y la expresión contra mujeres y diversidades, en particular aquellas militantes, representantes y periodistas”.
“En la Argentina estamos viviendo un experimento sin antecedentes. No es un dato menor, no son solo palabras, sino que comienzan a desplazarse los límites de lo que puede ser tolerado y a crecer el riesgo democrático. Milei avanzó contra el derecho a la protesta social. Busca la desmovilización, que tengamos miedo de pensar distinto y expresarlo en las calles”, dice Vanina Escales del CELS.
Para ella, el mejor escudo es la masividad, la ocupación callejera en multitud y con organización: “las feministas hicimos un nuevo aprendizaje este 8 de marzo. Estábamos convencidas de que esta vez como nunca antes había que participar de las acciones por el 8M y que teníamos que hacer una movilización que mostrara nuestra fuerza, nuestra resistencia, nuestra idea de democracia y de justicia social. A lo largo del país salimos a las calles alrededor de un millón de mujeres, lesbianas, personas trans. No hubo represión. No porque haya habido «tolerancia» sino porque la masividad hace que el protocolo anti protestas sea inaplicable y se vea desbordado. Es decir, ahora más que nunca nuestros planes no son de desmovilización, sino todo lo contrario”.
Desde Radar coinciden en que la militancia y la organización pueden ser un escudo y a la vez un espacio seguro: “Para nosotres la principal herramienta de autodefensa es la organización, las redes, donde la información juega un rol fundamental para prevenir y planificar estrategias. Hay una vía judicial que promete protección, pero la seguridad última en la mayoría de los casos dirigidos a la militancia la garantizan les compañeres. No todos los ataques se denuncian, opera fuerte el miedo o el descreimiento, pero aparecen alternativas de respuesta, desde lo comunitario, con un festival, un mural o una radio abierta, así como asambleas que se multiplican después de los ataques para plantear otras preguntas y abrir otras puertas”.
El panorama es para preocuparse pero sin caer en la paralización o el miedo que busca este disciplinamiento, ¿cómo ocuparse? ¿cómo sortear la indignación y el repudio que pueden ser performances anestesiantes? ¿qué mecanismos de contención se pueden construir con el Estado desmantelado? ¿cómo salvar los lazos comunitarios en medio de una crisis y una apatía generalizada? ¿cómo generar empatía frente a quienes todavía no se ven interpelados por estas agresiones o continúan subestimandolas? Las preguntas rebotan sueltas pero las respuestas siempre serán construcciones colectivas.